viernes, 7 de septiembre de 2018
El Equilibrio
Creo que en mi vida, sin saberlo, siempre ha estado presente el equilibrio. Lo he cultivado, cuidado, buscado, mimado, defendido, y se ha hecho con un lugar privilegiado en mi vida, el de un valor vital prioritario.
Es posible que no me haya dado cuenta de todo ello hasta que en un momento de mi vida sentí que lo perdía, que se ausentaba, que se alejaba, que me dejaba. Esos momentos en los que sabes que pasa algo pero no sabes qué, que no te encuentras en ti.
Es posible también que al ver a otros perderlo, mi necesidad de aferrarme a él se haya hecho cada vez más presente e intensa, siendo cada día más consciente de la necesidad de cultivarlo. Mi trabajo como coach me pone en frente de personas que buscan restablecer el equilibrio en sus vidas. Un equilibrio que se ha visto quebrado por un sistema de vida sobre acelerado, despersonalizado, y desconectado.
Tengo la sensación de que vivimos en los extremos, en los límites, y que forzamos tanto la oposición para reforzar nuestra identidad frente a los otros, que al final acabamos perdiendo el norte y el equilibrio. Comentarios de que “mi trabajo es mi pasión y por eso no necesito vacaciones”, o “el deporte es mi vida”, “la familia es mi vida”, y todo empieza a girar en torno a ella, olvidando todo lo demás, abren las puertas al desequilibrio. Esa tendencia casi compulsiva a vivir en las redes sociales, y digo literalmente vivir, cada minuto de tu vida, incluso la más íntima. Esa insistencia por mostrar, por contar, por compartir como si fuera un instinto básico y esencial del ser humano. ¿Dónde queda la necesidad de preservar, de callar, de conservar parcelas reservadas, de intimidad?
La pasión desmedida y concentrada en un sólo foco puede acabar en obsesión y locura. Mi trabajo me gusta, hago deporte, frecuento las redes sociales, escribo y me involucro en muy distintas actividades y proyectos, pero ninguno desata mi pasión por entero, ni son mi vida. Lo que verdaderamente me apasiona es mi vida, la vida. Y la vida son muchas cosas, en ella hay espacio para muchas pasiones que pueden vivir en armonía y equilibrio. Una vida plena y rica es una vida que cultiva el equilibrio de muchas pasiones. Una vida en la que hay lugar para lo intelectual, lo emocional, lo físico, lo espiritual… El equilibrio puede que sea el mejor indicador de la inteligencia emocional.
Una vida holística en la que experimentamos una pasión armónica, y no una pasión obsesiva, que acaba generando unos apegos que se convierten en dependencias (deporte, trabajo, redes sociales, amor, emociones fuertes…), que nos subyugan, nos limitan, nos van minando hasta lograr que nos perdamos. Dependencias y apegos que pueden ser tan devastadoras como las drogas, pero mucho más lentas y silenciosas.
El equilibrio es un suave balanceo, que se desplaza de un lugar a otro de forma constante, pero que siempre vuelve a un punto central para iniciar el cambio de desplazamiento.
Todo el movimiento gira en torno a un eje que se mantiene firme, y a la vez nos permite flexibilidad y movilidad. Ese punto central es nuestro eje vital, en el que se alinean todas las dimensiones esenciales de la persona (social, espiritual, emocional, intelectual, física..). Viviendo en el eje sabemos, en cada momento, qué dimensión de nuestra vida necesita más atención, más cuidado, y nos moveremos suavemente hacia ella en busca del equilibrio.
Somos un sistema vivo compuesto de muchas partes y elementos, en constante proceso de flujo y reorganización, que pasa por momentos de caos, pero que siempre tiende al equilibrio. Olvidarnos del equilibrio es tanto como olvidarnos de la vida.
Desatender nuestro equilibrio vital es matar lentamente nuestra vida.
Piensa en una familia, que también es un sistema. Una familia con dos progenitores y tres hijos. Imagina que algunos de los miembros de esa familia estuvieran desatendidos, o no recibiera la misma atención que el resto de forma permanente. ¿Qué crees que pasaría? Lo mismo que nos pasa a cada uno de nosotros cuando alguna de nuestras dimensiones vitales está desatendida o abandonada. El sistema se quiebra, la persona se resiente, se resquebraja.
El problema es que vivimos dopados por estímulos constantes, por la velocidad de la vida, porque vamos con el piloto automático, y no nos damos cuenta del desequilibrio.
De repente ocurre algo que nos saca de nuestra vorágine (un despido, una pérdida, una enfermedad, una separación, un accidente…) y comienzan a aparecer las grietas, y las heridas supuran, se escapa el dolor, que es el llanto de esas partes desatendidas de nuestra vida. Empiezan a aparecer los dolores físicos, los cambios de humor, los cambios físicos, los bajones y subidas de energía. Tras ellos surge la desmotivación, la desorientación, la desazón, la pérdida de sentido, las dudas sobre nuestra identidad, sobre nuestro lugar en el mundo.
El desequilibrio comienza a tomar posesión y nos invade una sensación de estar al borde del abismo, a punto de caer, de romper. Estos son los casos extremos, pero cada vez más frecuentes. Sin embargo, el desequilibrio está continuamente presente a nuestro alrededor y en nuestro día a día. Nos rodea de mil formas aparentemente inofensivas, alejándonos del eje central y llevándonos a los extremos: los abanderados de lo emocional frente a lo racional y viceversa, los defensores de los femenino frente a lo masculino, los partidarios de la apertura en canal frente a los reservados a ultranza, los que viven conectados de forma permanente y los que practican la desconexión total, los pesimistas frente a los optimistas, los prácticos frente a los utópicos, los creativos frente a los analíticos, etc., etc., etc.
Cada minuto se libra una batalla por defender algún extremo, como si con ello estuviéramos defendiendo nuestra vida.
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