Los ladrones no dan tregua; así oí decir a un hombre en la
ciudad colonial de Santo Domingo. ¡Estos vendedores de los semáforos no dan
tregua a los automovilistas! Eso dijo un policía de tránsito en la Avenida
Abraham Lincoln. En el supermercado, una pareja de ancianos explicaba a dos voces:
en esta época navideña los precios no nos dan tregua.
Además, en una barra muy
concurrida escuché a un abogado que afirmaba: en este país los políticos no dan
tregua. El camarero comentó sonriente: aquí, en este negocio, los borrachos no
dan tregua; y salió corriendo a atender otro parroquiano.
Dentro de pocos días alguna congregación religiosa
recomendará la conveniencia de una tregua pascual. La “propuesta” será imitada
por líderes políticos, por clubes de servicio, sindicalistas, jerarcas
académicos. Habrá “tregüistas” de todas clases que dirán: señores hay que hacer
una pausa; estamos viviendo “a la carrera”. ¡El tránsito de vehículos es una
locura! No faltarán periodistas partidarios de hacer una tregua… para
recomenzar en enero la hirviente actividad de siempre. Desde luego, lo que no
debe parar es la producción de puercos asados, pasteles en hojas y teleras de
navidad; ni tampoco el reparto de regalías pascuales en las empresas.
La vida humana tiene una sola tregua: las horas del sueño.
Porque las vacaciones dan mucho trabajo; desde planearlas y financiarlas, hasta
ejecutarlas y regresar a la rutina habitual que es nuestro trabajo. Gracias a
Dios, el sueño no depende de la voluntad de nosotros. Es un hiato de la
consciencia que nos permite seguir trabajando sin tregua un día y otro… hasta
la hora de la cesación final que es la muerte. Y es que los párpados no dan
tregua, ni la sangre deja de circular mientras se vive.
Con esta columna, no doy tregua a los lectores; tampoco me la
doy yo mismo. Dejar de trabajar, de hacer, de preocuparse o de pensar, es una
ilusión descabellada que nos asalta en estos días.
Queremos jugar a
ser contemplativos; aspiramos a no ser interrumpidos en las grandes tareas de
jugar con los perros, cargar a nuestros nietos; y contar historias a los amigos
de toda la vida para que no tengan tregua.
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