El gran problema de la indiscreción es que no tiene vuelta atrás. Las palabras no se las lleva el viento, y lo dicho, aunque pidas disculpas, dicho queda. Cuesta ganarse la confianza de la gente, cuesta ser alguien en el que poder confiar, pero bastan unas solas palabras para echar por la borda toda la reputación. Una frase o una conducta imprudente acaban con todo y cambian la opinión que los demás tienen de ti.
Ser prudente supone guardar confidencialidad con la
información de otras personas, con la tuya propia o tener cuidado de no
lastimar a otros con comentarios que puedan ser hirientes. Ser prudente es
estar en tu sitio con discreción. La prudencia está estrecha y directamente
relacionada con la capacidad de valorar las consecuencias de nuestros actos y
comentarios.
La persona que consigue comportarse con prudencia realiza un
análisis del impacto que puede tener lo que diga o lo que haga. Por el
contrario, la persona imprudente no mide, no evalúa, no tiene en cuenta las
consecuencias de lo que comparte. Y esto hoy en día, con la exposición a la que
estamos sometidos, es un peligro. Puede arruinar una idea profesional, dejarte
en ridículo, perder un trabajo, perder amigos…
La sociedad de hace treinta años facilitaba en mayor grado
la prudencia. Al no existir redes sociales, compartías con menos gente la
información. No existía tanto acceso a todo ni nos llegaban las últimas
noticias al instante. El bombardeo de información y la exhibición que ronda
ahora por las redes facilita la imprudencia y convierte lo que antes era
privado en público. Las nuevas generaciones que se educan en este continuo
escaparate terminan por no distinguir entre lo que es correcto compartir y lo
que no lo es
.
Dado que existen fórmulas para conocer el contenido desde el
primer tuit que colgaste hace años, lo inteligente es actuar con prudencia para
no convertirte en una persona que se cierra puertas a sí misma. Nadie quiere
tener como compañero de trabajo o como amigo a una persona que no mide lo que
dice o lo que hace.
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