Cuando estamos en
carnaval, una festividad que perdura como las flores silvestres, sin importarle
en absoluto el clima adverso que desde los tiempos del paganismo ha debido
soportar, pase lo que pase, cualesquiera sean los pronósticos, “los diablos se
sueltan en carnaval” y la alegría y el desenfreno toman cuenta de nuestras
almas en pugna, que se debaten entre lo “diabólico y carnal” y lo
“sensual y sublime”
Carnaval, para
nosotros suena como: primavera, verano, otoño, invierno, navidad, año nuevo,
etc. hitos que marcan nuestro pasaje por la vida, como tantos otros que nuestra
mente registra y acondiciona en el recuerdo según la profundidad de su huella
emotiva.
La sucesión de
experiencias de vida van dando forma a nuestro “yo” y su hilo conductor nos
lleva a ser lo que “sentimos que somos” en nuestro fuero íntimo, en lo más
recóndito de nuestro ser, allí, donde el “yo” y el “ser” se interrelacionan
para darnos una expresión exterior, la que se suele identificar como: carácter
o personalidad.
El conflicto a
superar, es aquél que surge cuando el “yo” que percibimos, no concuerda con lo
que pensamos que “deberíamos ser” ya sea esta sensación, el fruto de una severa
autocrítica, o lo que captamos desde el exterior, las señales
enviadas por aquellos que conforman el entramado social en el cual transcurre
nuestra existencia.
Es allí, en el
fuero íntimo de cada uno, donde se realiza el “proceso digestivo” de
nuestras experiencias de vida, veamos:
Cuando yo era un
niño escolar, participé, a la par de mis demás colegas de clase, de una
exposición cuyo tema versaba en “el proceso digestivo de los rumiantes” y como
vivíamos en el campo y nuestras familias tenían vacas lecheras, la disertación
derivó forzosamente, a nuestras vacas y su condición de rumiantes, confieso que
tal situación, la para mi nueva faceta de nuestras vacas, me resultó, en
principio un tanto cómica y comencé a reírme y hacer algunas bromas con los
demás niños de la clase.
Cuando la docente
dio por finalizada la clase, todos los niños se apresuraron a salir a jugar al
patio de la escuela, es decir, todos menos el suscrito, la maestra me detuvo en
seco, los métodos pedagógicos de la época lo permitían, me tomo de una oreja,
me sentó en la mesa de estudio y me dijo que debía escribir “quinientas veces”
la frase: “la vaca es un animal rumiante”.
De manera que me
considero con la suficiente autoridad como para referirme a este tema, máxime,
cuando aquella lección me ha dejado una profunda enseñanza.
Mientras me dolían
y acalambraban los dedos de mi mano derecha, de tanto repetir la misma frase,
en realidad no tengo la menor idea de cuántas veces lo hice, pues la maestra
consideró suficiente castigo las cinco o seis hojas escritas, ella, mi maestra,
me explicó en forma clara y sencilla, el proceso del rumiado y sus resultados,
en la nutrición de este noble animal.
La vaca se
alimenta, es decir, come pasto, alfalfa, ración, bebe agua, etc. y luego busca
un lugar, se echa y comienza el proceso de rumiado, rumiar implica
volver a masticar, una y otra vez, el alimento ingerido, esto le permite
extraer todas las propiedades nutrientes del alimento.
Este proceso, una
vez aprendido, en aquella inolvidable lección escolar, es el que aconsejo
aplicar en nuestras vidas, no tengo ninguna duda, que la criatura humana,
debería rumiar, una y otra vez, sus experiencias de vida, volver a evaluar los
acontecimientos, tantas veces como fuese necesario, para extraer de los mismos,
la mejor de las conclusiones posibles.
Cuando hablamos de
experiencias de vida, la propia palabra nos lleva etimológicamente al concepto
de experimento y me pregunto: acaso experimentar no es rumiar? No es pasar por
distintas etapas un proceso hasta alcanzar un resultado? La experiencia
adquirida es aquella que nos permite conducirnos con seguridad por la autopista
de la vida, algunos la adquieren y la utilizan, otros, quizás la gran mayoría
de los mortales, se comportan como si estuviesen en un parque de diversiones y
suben al volante de los “autitos chocadores” hasta que se les termina el
boleto, entonces descienden de sus vehículos y manifiestan
doloridos, que dura que es la vida.
En fin, así las
cosas, pero como dije al comienzo, estamos en carnaval, y en esta fecha se
suelta todo, la mente, el cuerpo, la alegría autentica de quién la disfruta, y
la fingida, aquella que se busca encontrar en la falsa sonrisa y que aflora
descontrolada luego de algunas ingestas de alcohol, para algunos es simplemente
beber hasta obnubilar los sentidos, para otros, es beber y consumir algo más,
es intentar alcanzar una quimera, acallar frustraciones que lastiman, esas que
en lugar de esfumarse, se aferran con sus garras en lo profundo del alma, bien
adentro, donde intenta esconderse ese “yo” interior, que por momentos confunde
la conciencia y se parece más a “un me parece que yo soy” les invade la
fantasía por algunos instantes de anhelada evasión, hasta que la incertidumbre
vuelve, y les deja solos nuevamente, indefensos , frente a sus miserias de
siempre.
Otros que se suelen
soltar, son los fantasmas, los que no vemos pero sí nos hacen sentir su
presencia, ellos juegan a la ronda, tomados de la mano, con “con nuestros
miedos, nuestras aprensiones, con nuestros “que dirán” con los “pecados” que
hemos ocultado presurosos “debajo de la alfombra” sus ruidos y desenfado
sacuden de tal forma nuestra mente cual si fuese un terremoto, y todo,
absolutamente todo, se entrevera cual mazo de barajas en manos del destino, y
se suman a la ronda todos los episodios de vida que nos han dejado su huella
indeleble desde la lejana niñez hasta nuestros días actuales
.
Entonces, no les
queda otra, que la de reír, reír, cantar y saltar, sacar a pastar “nuestras
burradas” en el prado del desenfreno, y en plena algarabía, les
llegan, como de muy lejos, las estrofas de alguna vieja canción: “
Ay que beber, bebiendo se es feliz, ésta va por mí, la otra por usted, ¡viva la
alegría y el amor!”.
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