La filosofía no es un coto tan sólo reservado a pensadores
extraordinarios y excéntricos, tal y como se suele suponer. Todos filosofamos
cuando no estamos inmersos en nuestras tareas cotidianas y tenemos la
oportunidad de hacernos preguntas sobre la vida y sobre el universo.
Los seres humanos somos curiosos por naturaleza y no podemos evitar
plantearnos interrogantes acerca del mundo que nos rodea y del lugar que
ocupamos en él. También disponemos de una capacidad intelectual muy potente que
permite que, además de plantearnos preguntas, podamos razonar sobre las mismas.
Aunque no nos demos cuenta, siempre que razonamos pensamos filosóficamente.
La filosofía consiste más en el proceso de intentar
encontrar respuestas a preguntas fundamentales mediante el
razonamiento, sin aceptar las opiniones convencionales o la autoridad
tradicional antes de cuestionarlas, que en el hecho propiamente dicho de
encontrar esas respuestas.
Los primeros filósofos de la historia, en la Grecia y
la China antiguas, fueron pensadores a los que no
satisfacían las explicaciones establecidas procedentes de la religión y de la
costumbre, y que buscaron respuestas con una base racional.
Del mismo modo que nosotros podemos compartir nuestras opiniones con
amigos y colegas, ellos comentaban sus ideas entre ellos, e incluso fundaron
«escuelas» en las que, además de enseñar las conclusiones a las que habían
llegado, también presentaban el proceso de pensamiento que les había llevado
hasta ellas.
Animaban a sus alumnos a disentir y a criticar las ideas que les
planteaban, para perfeccionarlas y pensar en otras distintas. La idea del
filósofo solitario que llega a sus conclusiones en el aislamiento es muy
habitual, pero también errónea, ya que en realidad esto sucede en muy raras
ocasiones.
Las ideas nuevas surgen del debate, del examen, del análisis y de la
crítica de las ideas de los demás.
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