viernes, 7 de agosto de 2020

Sociedades avanzadas


Este continuismo no creo que debe llevarnos a subestimar el alcance de la crisis de las ideas fuerza que impulsaron la modernización, ni los profundos cambios socio-culturales que se están operando en nuestras sociedades avanzadas, así como en el “yo” posmoderno que se está gestando que es, a la postre, lo más relevante, con independencia del debate teórico sobre si se trata de una radicalización o una ruptura de lo anterior.

Cuando menos, parece claro que hemos dejado de ser modernos en el sentido que lo era ser en el siglo XIX. Tampoco les faltan razones a quienes argumentan que una época es sustituida por otra no cuando ésta desaparece por completo, sino cuando los elementos centrales que la constituyen pierden su vigencia e iniciativa histórica. En mi opinión, si tomamos el conjunto del planeta como referencia, y no una pequeña parte de él, el conocido como Occidente, nos encontramos con unas sociedades en las que se entremezclan en distintas proporciones y en una compleja interacción tanto los elementos premodernos, modernos como posmodernos.

Aunque el filosofar posmoderno resulte complejo, poco claro, y no ofrezca alternativa ni consuelo, tiene la virtud de alertarnos sobre los cambios socio-culturales que se están dando a finales del siglo XX en muchas de nuestras sociedades y nos ofrece la oportunidad desde una visión multidisciplinar, de revaluar la modernidad, de continuar en su crítica, de no contemporizar con el presente, de echar abajo convenciones y fronteras, de generar nuevos espacios para la imaginación, no para construir un nuevo metarrelato, sino para abrir nuevos horizontes de esperanza a nuestro desencantado y maltrecho mundo (no de falsas esperanzas que de estas ha estado plagado el siglo que termina), y tratar de hacer de él si no el mejor de los mundos, sí un mundo mejor. Sin caer en optimismos ilusos o en pesimismos paralizantes. 

A contracorriente. Rompiendo con la resignación y el conformismo que nos invade en este final de milenio.

No se me escapa que esto último no deja de ser más que una exhortación moral, un deber ser lleno de buenos deseos y que de lo que más necesitados estamos es, además de la imprescindible voluntad y entusiasmo para realizarlos, de horizontes alternativos no reedificados pero claros, de un marco provisional de valores mínimos comunes desde donde poder abordar los distintos y variados problemas existentes en nuestras sociedades cambiantes, altamente diferenciadas, complejas y heterogéneas.

Descartado lo que desde la Ilustración ha sido una tendencia, particularmente acusada en la izquierda, de creer que hay una única alternativa racional y universal a los problemas de la humanidad, pienso en una pluralidad de horizontes alternativos apegados a las distintas realidades y aspiraciones de los individuos, grupos y sectores sociales que integran las diferentes culturas y civilizaciones. 

Horizontes unos, particulares, surgidos desde el interior de cada realidad cultural y social, válidos para ella y, otros, inter-particulares, inter-nacionales, que aborden los problemas de carácter universal. Soluciones concretas, plurales, diversas, negociadas entre las distintas partes en conflicto, provisionales, no cerradas a nuevas y futuras revisiones. Con la conciencia de que no es posible alcanzar soluciones definitivas que garantizan un orden social armónico y perfecto.

Pero si bien los compromisos, la negociación, el establecimiento de prioridades, el entendimiento entre las partes en conflicto, la prudencia, son principios rectores que deben guiar la acción, ello no debe significar que la aceleración (el cambio revolucionario) no sea necesaria en coyunturas determinadas. A veces se requiere audacia para transformar algunas situaciones e inercias, por más que la historia nos haya enseñado reiteradamente las consecuencias opresivas que acarrean algunas aceleraciones, de la misma forma que nos ha hecho ver las consecuencias negativas de una insuficiente aceleración, esto es, de una acción que se queda corta a la hora de resolver los problemas planteados.

Así mismo, es preciso tratar de que los medios utilizados guarden una proporción adecuada con los fines perseguidos, aun cuando también la experiencia de esta compleja relación entre medios y fines, nos dice que más de una vez nos vemos obligados a escoger no entre un bien y un mal, o entre dos bienes, sino entre dos males, esto es , a utilizar malos medios para salvarnos de lo peor.

“Ninguna ética del mundo -dice Weber- puede eludir el hecho de que para conseguir fines buenos hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas. 

Ninguna ética del mundo puede resolver tampoco cuándo y en qué medida quedan santificados por el fin moralmente bueno los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos”. Weber rechaza la tesis simplista de “que de lo bueno sólo puede resultar el bien y de lo malo sólo el mal”, por el contrario, señala, “frecuentemente sucede lo contrario”.

¿Debe un individuo oponerse a una tiranía monstruosa, cueste lo que cueste, a expensas de las vidas de sus padres o de sus hijos? Sin duda alguna, todos podríamos poner multitud de ejemplos tanto de la vida social como personal en la cual algunos valores chocan inevitablemente, en el que la consecución de bienes puede ser que dependan de males, o los presupongan, y las buenas acciones contengan, o impliquen malas. 

Estamos condenados a elegir, y cada elección puede entrañar una pérdida irreparable. Pocas decisiones son del todo buenas o malas. Muchas de ellas acarrean consecuencias contradictorias. Nos movemos en un contexto de radical ambivalencia e incertidumbre.


Como dice Berlin, puesto que los fines humanos son múltiples, inconmensurables muchos de ellos y en continua rivalidad: “La posibilidad de conflicto y tragedia no puede ser nunca eliminada por completo de la vida humana, personal o social”.


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