Este continuismo no creo que debe llevarnos a subestimar el alcance de
la crisis de las ideas fuerza que impulsaron la modernización, ni los profundos
cambios socio-culturales que se están operando en nuestras sociedades
avanzadas, así como en el “yo” posmoderno que se está gestando que es, a la
postre, lo más relevante, con independencia del debate teórico sobre si se
trata de una radicalización o una ruptura de lo anterior.
Cuando menos, parece claro que hemos dejado de ser modernos en el
sentido que lo era ser en el siglo XIX. Tampoco les faltan razones a quienes
argumentan que una época es sustituida por otra no cuando ésta desaparece por
completo, sino cuando los elementos centrales que la constituyen pierden su
vigencia e iniciativa histórica. En mi opinión, si tomamos el conjunto del
planeta como referencia, y no una pequeña parte de él, el conocido como
Occidente, nos encontramos con unas sociedades en las que se entremezclan en
distintas proporciones y en una compleja interacción tanto los elementos
premodernos, modernos como posmodernos.
Aunque el filosofar posmoderno resulte complejo, poco claro, y no
ofrezca alternativa ni consuelo, tiene la virtud de alertarnos sobre los
cambios socio-culturales que se están dando a finales del siglo XX en muchas de
nuestras sociedades y nos ofrece la oportunidad desde una visión
multidisciplinar, de revaluar la modernidad, de continuar en su crítica, de no
contemporizar con el presente, de echar abajo convenciones y fronteras, de
generar nuevos espacios para la imaginación, no para construir un nuevo
metarrelato, sino para abrir nuevos horizontes de esperanza a nuestro
desencantado y maltrecho mundo (no de falsas esperanzas que de estas ha estado
plagado el siglo que termina), y tratar de hacer de él si no el mejor de los
mundos, sí un mundo mejor. Sin caer en optimismos ilusos o en pesimismos
paralizantes.
A contracorriente. Rompiendo con la resignación y el conformismo que nos
invade en este final de milenio.
No se me escapa que esto último no deja de ser más que una exhortación
moral, un deber ser lleno de buenos deseos y que de lo que más necesitados
estamos es, además de la imprescindible voluntad y entusiasmo para realizarlos,
de horizontes alternativos no reedificados pero claros, de un marco provisional
de valores mínimos comunes desde donde poder abordar los distintos y variados
problemas existentes en nuestras sociedades cambiantes, altamente
diferenciadas, complejas y heterogéneas.
Descartado lo que desde la Ilustración ha sido una tendencia, particularmente
acusada en la izquierda, de creer que hay una única alternativa racional y
universal a los problemas de la humanidad, pienso en una pluralidad de
horizontes alternativos apegados a las distintas realidades y aspiraciones de
los individuos, grupos y sectores sociales que integran las diferentes culturas
y civilizaciones.
Horizontes unos, particulares, surgidos desde el interior de cada
realidad cultural y social, válidos para ella y, otros, inter-particulares,
inter-nacionales, que aborden los problemas de carácter universal. Soluciones
concretas, plurales, diversas, negociadas entre las distintas partes en
conflicto, provisionales, no cerradas a nuevas y futuras revisiones. Con la
conciencia de que no es posible alcanzar soluciones definitivas que garantizan
un orden social armónico y perfecto.
Pero si bien los compromisos, la negociación, el establecimiento de
prioridades, el entendimiento entre las partes en conflicto, la prudencia, son
principios rectores que deben guiar la acción, ello no debe significar que la
aceleración (el cambio revolucionario) no sea necesaria en coyunturas
determinadas. A veces se requiere audacia para transformar algunas situaciones
e inercias, por más que la historia nos haya enseñado reiteradamente las
consecuencias opresivas que acarrean algunas aceleraciones, de la misma forma
que nos ha hecho ver las consecuencias negativas de una insuficiente
aceleración, esto es, de una acción que se queda corta a la hora de resolver
los problemas planteados.
Así mismo, es preciso tratar de que los medios utilizados guarden una
proporción adecuada con los fines perseguidos, aun cuando también la
experiencia de esta compleja relación entre medios y fines, nos dice que más de
una vez nos vemos obligados a escoger no entre un bien y un mal, o entre dos
bienes, sino entre dos males, esto es , a utilizar malos medios para salvarnos
de lo peor.
“Ninguna ética del mundo -dice Weber- puede eludir el hecho de que para conseguir fines buenos hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas.
Ninguna ética del mundo puede resolver tampoco cuándo y en qué medida
quedan santificados por el fin moralmente bueno los medios y las consecuencias
laterales moralmente peligrosos”. Weber rechaza la tesis simplista de “que de
lo bueno sólo puede resultar el bien y de lo malo sólo el mal”, por el
contrario, señala, “frecuentemente sucede lo contrario”.
¿Debe un individuo oponerse a una tiranía monstruosa, cueste lo que
cueste, a expensas de las vidas de sus padres o de sus hijos? Sin duda alguna,
todos podríamos poner multitud de ejemplos tanto de la vida social como
personal en la cual algunos valores chocan inevitablemente, en el que la
consecución de bienes puede ser que dependan de males, o los presupongan, y las
buenas acciones contengan, o impliquen malas.
Estamos condenados a elegir, y cada elección puede entrañar una pérdida
irreparable. Pocas decisiones son del todo buenas o malas. Muchas de ellas
acarrean consecuencias contradictorias. Nos movemos en un contexto de radical
ambivalencia e incertidumbre.
Como
dice Berlin, puesto que los fines humanos son múltiples, inconmensurables
muchos de ellos y en continua rivalidad: “La posibilidad de conflicto y
tragedia no puede ser nunca eliminada por completo de la vida humana, personal
o social”.
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