El ensayista norteamericano Nicholas Carr ha publicado
recientemente un libro titulado “Atrapados: cómo las máquinas se apoderan de
nuestras vidas” (editorial Taurus), en el que reflexiona y describe
múltiples ejemplos de hasta qué punto hemos depositado nuestra fe en las nuevas
tecnologías, olvidando que no siempre resultan infalibles.
Sin querer pecar de tecnófobo, pues también alaba las
inmensas posibilidades que la Red ofrece para acceder a información o
comunicarse, sí advierte sobre si el exceso de tecnología nos está
llevando a perder algo de nuestra esencia humana.
Permitimos y asumimos que el
software lleve a cabo muchas tareas para las que antes utilizábamos nuestro
cerebro. Un ejemplo muy ilustrativo es que confiamos en una voz artificial, la
del GPS, que nos guía paso a paso hasta nuestro destino cuando vamos
conduciendo, incluso aunque percibamos que circulamos por el camino equivocado.
Gracias a los correctores automáticos, cada vez escribimos peor y con más
faltas de ortografía.
El señor Carr destaca que a medida que empresas como
Facebook, Google, Twitter y Apple compiten entre ellas para ganarse nuestra
lealtad, sus aplicaciones y su software tienden a minar el esfuerzo que supone
conseguir cualquier cosa y consecuentemente tendemos a perder talentos y capacidades.
Las máquinas están diseñadas por tecnólogos que sólo están
preocupados por saber hasta dónde es capaz de llegar la máquina, y no de qué
modo puede esta expandir nuestras capacidades. Según palabras del propio
autor, “Las innovaciones tecnológicas no se pueden parar, pero podemos
pedir que se diseñen dando prioridad al ser humano, ayudándonos a tener una
vida plena en vez de apoderarse de nuestras capacidades”.
Es como si al poner el GPS hubiéramos ido perdiendo el
rumbo o la capacidad de orientación. Y esto no es un juego de palabras. Es muy
interesante el capítulo del libro que dedica a los esquimales y que resumo a
continuación.
La pequeña isla de Igloolik, en la costa de la península de
Melville, perteneciente al territorio Nunavut del norte de Canadá, es un lugar
desconcertante en invierno.
La temperatura media se aproxima a los veinte
grados bajo cero. Capas gruesas de hielo marino cubren las aguas aledañas. No
hay sol. A pesar de las espantosas condiciones, los cazadores inuits se han
aventurado fuera de sus casas durante unos 4.000 años atravesando miles de
kilómetros de hielo y tundra en busca de caribús y otras presas.
La capacidad
de los cazadores para recorrer vastas extensiones de terreno ártico árido, en
el que hay pocas marcas, las formaciones de nieve están en continuo movimiento
y los rastros han desaparecido a la mañana siguiente, ha fascinado a viajeros y
científicos desde que, en 1822, el explorador inglés William Edward Parry
anotase en su diario la “precisión asombrosa” del conocimiento geográfico de su
guía inuit.
La extraordinaria pericia para orientarse de los inuits no
surge de la destreza tecnológica —han evitado los mapas, las brújulas y otros
instrumentos—, sino de una comprensión profunda de los vientos, las formas de
las ventiscas, el comportamiento animal, las estrellas, las mareas y las
corrientes. Los inuits son maestros de la percepción.
O al menos lo eran. Algo cambió en la cultura inuit con el
cambio de milenio. En el año 2000 el Gobierno estadounidense levantó muchas de
las restricciones del uso civil del sistema de posicionamiento global. La
precisión de los dispositivos GPS mejoraba incluso aunque cayeran sus precios.
Los cazadores de Igloolik, que habían intercambiado sus trineos por motos de
nieve, empezaron a confiar en mapas e instrucciones generados por ordenador
para desplazarse. Los inuits más jóvenes tenían especiales ganas de usar la
nueva tecnología.
En el pasado, un cazador joven tenía que soportar un
aprendizaje largo y arduo con los mayores. Al comprar un receptor barato GPS,
podía saltarse el entrenamiento y descargar la responsabilidad de la navegación
sobre el dispositivo.
También podía viajar en algunas condiciones, como una
niebla densa, que solían imposibilitar las salidas de caza. La facilidad, comodidad
y precisión de la navegación automatizada hacían que las técnicas tradicionales
inuits pareciesen anticuadas.
Pero a medida que los GPS proliferaron en Igloolik,
empezaron a circular noticias sobre graves accidentes de caza con heridos e
incluso muertos. Con frecuencia la causa fue rastreada hasta topar con la
confianza excesiva en los satélites. Si un receptor se rompe o sus baterías se
congelan, un cazador que no ha desarrollado un buen sentido de la orientación
puede perderse fácilmente en una extensión sin ningún distintivo y verse
expuesto a peligros.
Incluso si los aparatos funcionan adecuadamente, presentan
riesgos. Al seguir las instrucciones GPS, atravesarán hielo peligrosamente
delgado, se acercarán a acantilados y se meterán en otros peligros que un
navegante formado hubiese evitado por sentido común y precaución.
El antropólogo Claudio Aporta, de la Universidad de Carleton
en Ottawa, ha estado estudiando a los cazadores inuits durante años. Afirma
que, si bien la navegación por satélite ofrece ventajas atractivas, su adopción
ya ha producido un deterioro de la capacidad de orientación. El cazador que se
traslada en una moto de nieve con GPS dedica su atención a las instrucciones
del ordenador y pierde de vista su entorno. Viaja “con los ojos vendados”, como
dice Aporta.
Un talento singular que ha definido y distinguido a un pueblo
durante miles de años puede evaporarse en una generación o dos.
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