Vivimos insertos en la vorágine de las comunicaciones, los ríos por donde fluyen las relaciones humanas están plagados de redes, que con el señuelo de mantenernos informados, en realidad nos van dejando prendidos en medio de una maraña de sensaciones, que incitan los sentidos, cual si ingresáramos en un desenfrenado free way cuyo destino permanece incierto, allá adelante, en un punto sin precisar en algún lugar de la conciencia
Hoy hablamos de la violencia como quién habla de una mitológica hidra de mil cabezas a la que nos resulta imposible enfrentar, pues cada vez que nos enfocamos en alguna de sus fases, parecería ser que ésta se bifurcase una y otra vez en nuevas y terribles expresiones de furor.
La violencia forma parte de lo cotidiano
como una consecuencia natural de nuestro entorno, es la expresión viva de
nuestras frustraciones, la máscara donde se ocultan las promesas incumplidas,
los proyectos postergados, los mañanas de cambio que nunca llegan, los
presentes que se mofan de nuestros previsibles fracasos y de la ridiculez
de nuestras cada vez menos creíbles excusas.
La violencia se ha instalado en el centro de todas
las emociones humanas, la hemos encumbrado nosotros mismos, es la llave maestra
de todas las justificaciones, el comodín que hace posible nuestras jugadas, la
que nos recubre de una pretendida impunidad, cuando muy dentro, en lo profundo
de nuestro yo, intentan accionar “los frenos de la conciencia” que
todavía, aunque con una voz apenas audible nos recuerden quiénes somos y que es
lo que se espera que hagamos en determinadas circunstancias.
La violencia que portamos cual si fuera
un virus de virulencia transmisible es fácilmente detectable y se clasifica de
acuerdo a las diversas formas en que se manifiesta, lo que equivale a decir,
que aunque la enfermedad sea la misma se diversifica según sus síntomas externos.
De manera de que si somos violentos en el ámbito
familiar, tanto al o los agresores al igual que a sus potenciales
víctimas se les clasifica en lo que hemos denominado: Violencia Doméstica.
Y la sintomatología de la violencia continúa,
decimos: la violencia de género; de acoso sexual; las que
atentan contra las minorías, étnicas o religiosas, las que se expresan en
agresiones a la minoridad, a los indocumentados, las homofobias, las “barras
bravas” en el deporte, en los sindicatos, en las corporaciones, en los
institutos de enseñanza, en la inseguridad de las calles, en el tránsito, etc.
etc.
En fin, un enorme rosario cuyas cuentas repasamos
una a una como quien intenta expiar una culpa mediante una
penitencia, que por ser un “mal de todos” se desvanece y
difícilmente pase los umbrales de las meras intensiones, tal cual lo expresa el
refranero popular cuando nos sentencia que: “ el mal de muchos es el consuelo
de los tontos”.
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