Cuando uno piensa en lugares para tocar en Montevideo no
puede restringirse a lo formal (teatros, boliches, grandes escenarios). Lo
informal, medio clande, amenaza convertirse en una parte importantísima de la
cosa.
Y no hay una delimitación clara: puede haber una salita que, con algún
permiso al día y otros no, sobreviva entre titubeos mientras el destino no
disponga lo contrario. El problema es que un sector amplio de los músicos (y
también actores, etcétera) depende de ese circuito para existir. Incluso
quienes tocan de vez en cuando en alguna Zitarrosa, Solís o Sodre, el resto del
tiempo lo hacen donde pueden. Los teatros han perdido un poco el hábito de
dejar hacer ciclos musicales, y las salas “de música” son pocas y grandes, y no
encajan con este tipo de espectáculos más bien íntimos.
Las políticas
culturales están orientadas, como es esperable, al circuito formal, con todos
los papeles e impuestos en regla, pero no es fácil encontrar fechas libres y
hay una parte del público que, directamente, no va mucho a esos lugares.
Una vez me contaron de un músico inglés del montón que dijo
(refiriéndose a lo difícil que le resultaba tocar en Londres): “Lo que
pasa es que en este país no se puede hacer música”. Lo digo porque hay una idea
general, propia de los músicos, de que si no pueden tocar tanto como quisieran
es por culpa del lugar en que les tocó nacer. Debe de existir alguna ley
matemática por descubrir (¿tiene sentido decir eso?) que describa cuántos
músicos satisfechos puede contener una sociedad, y otra que explique por qué siempre
habrá muchos más que esos.
Los esfuerzos de una política musical bien encarada
deberían tener, como premisa básica, no agravar esa cuestión, tratando de que
los lugares que naturalmente surgen no tengan que cerrar por causas
antinaturales.
En síntesis, en Montevideo se puede tocar si uno carece de
aspiraciones de superestrella.
Es cierto que somos pocos (incluso los artistas
más renombrados deben dosificar sus actuaciones para no saturar al público,
cosa que dudo le suceda a sus colegas de China). Pero he leído varias
biografías de astros del rock o del jazz, y no es raro notar cierta nostalgia
por la época en que tocaban en un bar de mala muerte, con amigos y sin
presiones insoportables, por no mencionar a los que no toleraron el trajín y
terminaron sus días de mala manera.
La fama no es puro cuento; lo que es puro
cuento es que sea tan maravillosa. Así que, músicos montevideanos, tal vez
nuestra estrella no sea tan mala; aprovechemos que a cualquier edad podemos (y,
por lo común, debemos) disfrutar del placer de la cercanía, del espacio
reducido, del misterio arcaico de distinguir rostros y sentir miradas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario