Desde que en el siglo pasado la esperanza de vida se
alargara hasta duplicar los años que vivieron nuestros tatarabuelos, vivir más
se ha convertido en una de las metas más anheladas de nuestra civilización.
Destinamos inimaginables sumas de dinero a mejorar nuestra
salud y retrasar la muerte todo lo posible.
La utopía tecnocientífica vigente
apunta como posibilidad real la de vivir unos cien años de media. Todo indica
que ello no será posible para las generaciones que poblamos hoy el planeta e
incluso cabe preguntarse si es psicológica, ecológica y demográficamente
deseable.
El precio que estamos pagando por nuestro envejecimiento es
muy alto en términos de reparto del trabajo, discapacidades y enfermedades
degenerativas.
Lo que resulta curioso es que, a pesar de vivir mucho más que
nuestros antepasados, todo apunta a que nuestro tiempo subjetivo es cada vez
más corto; los días, los años, se nos pasan tan velozmente que nuestra recién
adquirida longevidad nos aprovecha bien poco.
¿Cómo conseguir que un mismo tiempo de reloj se alargue en nuestra percepción psicológica? Deberíamos ser capaces de dilatar nuestro tiempo mental de modo que nos rindiera tanto como ese detergente que tanto rinde con una sola gota.
Nuestro camino exploratorio podría comenzar sumándonos a la
dura crítica de la prisa y el experiencialismo que García Morente, uno de
nuestros filósofos de entreguerras, injustamente olvidado, nos ha legado en sus
estupendos Ensayos sobre el progreso (Ediciones
Encuentro). Dice: «La multiplicación de las vivencias convierte las emociones
en sensaciones.
No hay tiempo para pensar; no hay tiempo para ser; no hay
tiempo para amar». Se puede decir más alto pero no más claro: la hiperactividad
funde las horas.
El filósofo llega a escribir -en un arrebato radical,
ilustrativo de su mirada sobre el mundo- que uno de los dramas del hombre
moderno es que «ya no sabe aburrirse».
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