Cuando alguna vez escriba o aprenda a escribir con precisión
las sensaciones, podré decir, por ejemplo: “nada se parece tanto a un refugio
como la comprensión del otro”.
No importa a cuento de qué, pero sí importa esto: los hombres
prueban el fuego sagrado en el exacto momento en que consiguen pararse un sólo
segundo en el lugar del otro, y le echan una mano.
No por piedad ni misericordia, sino por convicción.
Los amores que nos hacen padres, los que nos conmueven al
punto de volvernos estúpidos, el abrazo del padre, el silencio de la madre, los
hijos corriendo en el patio, son las razones que nos motorizan a vivir.
Son las causas y las razones que le dan sentido a nuestra existencia.
Pero aquellos que saben decirnos la parada del trole que hay
que tomar, aquellos que nos convencen sanamente de continuar una lucha cuando
el objetivo se va desdibujando, aquellos que son iguales en el escenario y
apenas levantados de mal humor, esos son los que le dan aceite a nuestra
máquina. Y nos dignifican como especie.
Ojo, no hablo necesariamente de amigos, que son esos
que están en las malas. En las buenas también, claro, por eso suelen ser
amigos.
Hablo de los otros, que a la postre terminan siendo amigos
casi siempre, pero que alguna vez, cuando arrecia la tempestad y el sudor
de la incertidumbre gotea en nuestras camisas, es ahí, exactamente ahí, donde
muestran su elemento, sin que lo esperemos de ellos. Sin ninguna
obligación de hacerlo.
Y en el éxodo, y entre la multitud que huye de la lluvia, y
mientras vemos huir a todos por temor, comodidad,
prejuicios, o simplemente indiferencia, siempre queda alguien que
está mirando y te da la mano para que te levantes, y sigas.
De hipócritas abrazos, de falsas promesas, de inoportunos
abandonos, de traiciones inesperadas está escrita buena parte de la historia de
la humanidad.
Pero la otra parte, la que nos obliga a ser mejores, se escribe
casi exclusivamente por aquellos que suelen ser capaces de leer la necesidad
del otro; por aquellos que perdonan lo que algunos consideran imperdonable en
la ausencia de perspectiva, los que dan libertad sin pedir peaje en la puerta,
los que guiñan un ojo cuando no sabemos que hueco del laberinto tenemos
que tomar. Los que van a llevarte nafta en un bidón cuando el tanque se quedó seco
en plena noche, en plena y oscura soledad. Aquellos que se quedan solos
mirándote, mientras el éxodo se consuma.
Mi madre suele decir que todo vuelve, y la vida me ha
convencido de que es efectivamente así.
Y que tiene sentido ser honesto. Y que vale la pena ser buena
gente. Y que serlo, te asegura que lo sean con vos. Aun mordiendo la bronca de
las ingratitudes y las decepciones. Siempre ser buena gente será conveniente.
No importa por que escribo estas líneas, ni creo que necesite
explicarlas: todos alguna vez sentimos la tempestad rugiendo a nuestro
alrededor, y encontramos refugio.
Se trata de celebrar los refugios en las tempestades. Y
agradecerlos
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