Los pueblos somos resultado de muchas fuentes de
aprendizaje: la sociedad y sus costumbres, su familia y su contexto escolar,
religioso, entre otros. Durante la historia la humanidad ha ido acumulando una
especie de “expertise” que va transmitiendo a lo largo de sus generaciones, una
serie de fuentes de enseñanza que le indican al ser humano lo que le conviene y
lo que no.
Es decir, es la práctica empírica la que en un
momento determinado le enseña a un niño a no meter la mano a una fogata para no
lastimarse; luego, con unos años más, aprenderá con las clases de ciencia
básica los usos del fuego y el peligro que puede representar si no se utiliza
adecuadamente.
Entonces, esta composición de aprendizajes –de cultura entendida como el
cúmulo de costumbres– indica humanamente la forma en que podemos seguir
participando de este contrato social, que a su vez nos ayuda a ser
interdependientes.
La cultura o la transmisión de usos y costumbres, ambas tienen una
carretera de ida y vuelta, nos obligan a regresar a los orígenes para no perder
el sentido del caminar y nos indican que en los usos y costumbres hay que
distinguir los que nos construyen y los que nos destruyen (imagínese amigo
lector que siendo un uso habitual el fumar cigarros, aprehendiéramos este
hábito como bueno porque lo realizan muchos cientos de miles de personas desde
hace tanto tiempo, y no diéramos paso a la ciencia para afirmar los daños del
tabaquismo).
Por lo tanto, en ese razonamiento de ida y vuelta, quisiera compartirle
una opinión sobre lo “políticamente correcto”.
Pues mire, el otro día participé en un foro sobre lo que habría qué
decir ante ciertos escenarios, sobre todo en los universitarios. La idea es que
las universidades tendrían que entrar en la materia de la globalización para
efectos del proceso de enseñanza-aprendizaje, la investigación y la cátedra,
pero también porque los valores se han globalizado por igual. Es cierto eso,
pero el discurso no tendría por qué cambiar.
La esencia de una institución educativa tenderá siempre al origen de la
academia griega: el donde nace el conocimiento.
Los políticos, los artistas, los personajes de la vida pública en
general, guardan las formas para efectos de su “rating”, más que porque así lo
crean. De ahí se deriva el lenguaje incluyente; más los efectos del lenguaje
incluyente han polarizado los grupos, en lugar de unirlos. Sin embargo, el
centro de la charla no es esa.
En efecto, hay quienes guardan los discursos para mejores ocasiones;
pero la educación se ha de centrar no en dogmas, ni en estigmas, sino en
argumentos para localizar la verdad. Si la institución educativa, como la
universidad, pierde la intencionalidad de fomentar en sus alumnos la empatía
por el conocimiento, por la verdad –aunque ésta duela–, en ese caso
hemos perdido a la universidad.
En el caso de lo políticamente correcto, se aplican dos
versiones:
– Lo convenientemente correcto de acuerdo al contexto, nos sugiere que
lo correcto es ser amantes de la diplomacia, para que no nos desencadene una
serie de desacuerdos que se basan en la percepción o en los argumentos. En esta
versión de lo políticamente correcto, debemos decir las cosas con la intención
de no lastimar, dogmatizar, abrumar o insultar a alguien por lo que se es. Pero
lo que no podemos hacer en el ambiente educativo, es dejar de decirlas, porque
nuestros orígenes hablan de que hay una preponderancia en el mensaje que se
manda desde la educación y que trasciende y ha trascendido a las generaciones
para los grandes cambios de comportamiento.
– El otro gran tema es la dignidad humana. En primer lugar, la dignidad
óntica, referida a aquella que se posee por el hecho de ser persona humana, no
se pierde por los accidentes. Una persona, aunque sea la más villana de la
historia, tiene una dignidad, al menos óntica, lo que le vale para que sea
respetada su vida y su espacio vital. Sí, pero además debemos aclarar que la
dignidad se compone también del comportamiento del sujeto específico. No es el
sujeto contra lo que la verdad habla, sino quizás contra sus actos.
Debemos hablar con claridad de muchos temas en las instituciones
educativas, y eso tiene ciertamente que matizarse con el detalle del tono
humano, pero nunca perder su fin constructivo, reparador o mejorador de la
persona, es decir, guiarla de donde está, a donde quiere llegar. De otro modo,
caeríamos en la complacencia de los respetos humanos, en que, por no generar
discordia, discusión, disenso, preferimos el silencio de la indiferencia.
– La otra dignidad es la ética. Es la que nos ha de distinguir, de saber
el lado bueno y malo de un tema, e inclinarse por el bueno, con lo que esto
implique. Lo que nunca se ha de perder es el sentido reponedor, nunca usar el
conocimiento para denigrar o discriminar, sino para construir.
La diferencia de una educación transformadora y una políticamente
correcta, es que en este momento de la historia, con la globalización a tope,
hay que abandonar el silencio que nos mantuvo callados, con la creencia de que
algún día todo se arreglaría por generación espontánea. Hoy, hay que hablar.
Hoy, hay que defender el matrimonio, la familia, la vida humana, la
verdad y el conocimiento, no callarse. Porque hoy es cuando se necesita aclarar
en las leyes lo que sí es un matrimonio, lo que sí es el ser humano en el
vientre materno, lo que sí es el cuidado paliativo y no la eutanasia, lo que sí
es un factor de protección y no el supuesto derecho a legalizar la mariguana.
Es hoy cuando hay que aclararle al mundo de forma empírica y científica
lo que conviene social y humanamente. Es una obligación de los educadores, de
los ciudadanos. Pienso en aquellos que han quedado complacidos con este
concepto de ser políticamente correctos en un aula, si tienen hijos, corren el
riesgo de padecerlo alguna vez.
La globalización, por su parte, sí ha permitido que la comunicación
supere la velocidad de la luz, y que las noticias corran como pólvora a través
de las redes. Pero esa misma globalización que nos permite conocer los lugares
más hermosos del mundo, y rescatar sendos artículos de los mejores escritores,
y un sinfín de buenas cosas, también como una especie de condición colateral,
también nos ha traído una confusión extrema sobre la realidad y la verdad
misma.
Al paso de la globalización hacia la “aldea mundial”, hemos caído en una
situación en que hoy todo puede ser verdad o mentira –el relativismo en su
máxima expresión–, poniendo en tela de juicio todos los aprendizajes de la
historia y descontextualizando a los seres humanos de lo que son, de lo que en
parte deben a sus padres y a su historia personal. Hemos caído pues en una
imposición ideológica forzada, a tal grado que ahora las universidades y las
instituciones educativas tienen que repensar si siguen enseñando conocimientos,
o poniéndolos a juicio del educando, para ver si son de su agrado.
El peor peligro que tiene la humanidad es que una de las instituciones
más seguras, más confiables, como la educativa, se pierda en los respetos y los
dichos políticamente correctos y caiga en este juego de palabras para no
perturbar la paz de sus integrantes, pues cuando eso sucede, no se pierden sus
integrantes, se pierde una sociedad. Se pierde y difícilmente se podrá
recuperar del todo, si es que un día sucede.
Lo políticamente correcto sucede para las campañas políticas, para los
encuentros diplomáticos; pero la verdad es una y hay que decirla, decirla bien
y decirla fuerte, no importan las consecuencias.
Es eso, o seguir la cobarde sombra de un consenso hacia la perdición
humana.
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