La verdadera
diferencia entre los relatos bíblicos y un estudio científico de los orígenes
del universo no consiste tanto en el método empleado como en las preguntas
planteadas.
Los físicos y los biólogos de nuestro tiempo se interesan ante todo
por los mecanismos mediante los cuales el mundo y la vida han sido formados y
que les permiten continuar funcionando.
Los autores bíblicos tenían una
preocupación distinta: querían expresar la continuidad entre la historia de
Israel con su Dios, por un lado, y la humanidad y el universo en su conjunto
por otra. Querían dar a comprender que su Dios era realmente universal,
implicado a fondo en la existencia y la suerte de todo lo que existe.
Además, querían
mostrar cómo el mundo tal como lo conocemos fluye de la identidad de ese Dios.
¿Qué es lo que forma parte de esos rasgos esenciales como creado por Dios y,
contrariamente, lo que no está en conformidad con su estado de creación divina?
Comprender nuestros orígenes de esta manera es encontrar las bases que nos
permiten vivir como es preciso.
La preocupación de los autores bíblicos es de
esta manera todo salvo teórico. Su búsqueda forma parte de lo que la Biblia
llama la sabiduría, la tentativa de llevar una existencia en armonía con lo
real.
Ver en los relatos
bíblicos de la creación una alternativa a las teorías científicas o una
película sobre «cómo era realmente», sería estar condenado a la decepción.
Si
por el contrario intentamos comprender el significado de nuestra existencia,
podremos encontrar en dichos textos intuiciones que nos ayudarán a avanzar.
Si
todo procede en definitiva de Dios, la relación con él da la llave para
situarnos en una vida que tiene verdaderamente sentido.
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