La vida de todo
hombre precisa de un norte, de un itinerario, de un argumento. No puede ser una
simple sucesión fragmentaria de días sin dirección y sin sentido.
Cada hombre ha de
esforzarse en conocerse a sí mismo y en buscar sentido a su vida proponiéndose
proyectos y metas a las que se siente llamado y que llenan de contenido su
existencia.
A partir de cierta
edad, todo esto ha de ser ya algo bastante definido, de manera que en cada
momento uno pueda saber, con un mínimo de certeza, si lo que hace o se propone
hacer le aparta o le acerca de esas metas, le facilita o le dificulta ser fiel
a sí mismo.
Se trata de algo
asequible a todos. Lo único que hace falta es —si no se ha hecho— tratarlo
seriamente con uno mismo: como decía Epícteto, “enseguida te persuadirás: nadie
tiene tanto poder para persuadirte a ti como el que tienes tú mismo”.
Para que la vida
tenga sentido y merezca la pena ser vivida, es preciso reflexionar con
frecuencia, de modo que vayamos eliminando en nosotros los detalles de
contradicción o de incoherencia que vayamos detectando, que son obstáculos que
nos descaminan de ese itinerario que nos hemos trazado.
Si con demasiada
frecuencia nos proponemos hacer una cosa y luego hacemos otra, es fácil que
estén fallando las pautas que conducen nuestra vida. Muchas veces lo
justificaremos diciendo que «ya nos gustaría hacer todo lo que nos proponemos»,
o que siempre «del dicho al hecho hay mucho trecho», o alguna que otra frase
lapidaria que nos excuse un poco de corregir el rumbo y esforzarnos seriamente
en ser fieles a nuestro proyecto de vida.
Es un tema difícil,
pero tan difícil como importante. A veces la vida parece tan agitada que no nos
da tiempo a pensar qué queremos realmente, o por qué, o cómo podemos
conseguirlo. Pero hay que pararse a pensar, sin achacar a la complejidad de la
vida —como si fuéramos sus víctimas impotentes— lo que muchas veces no es más
que una turbia complicidad con la debilidad que hay en nosotros.
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