Si los hombres han hecho de la cultura su naturaleza es
porque la naturaleza ha hecho de ellos seres indeterminados e inestables.
Han tenido que satisfacer en su mundo abierto los impulsos
que los demás animales satisfacen sin problemas en su entorno cerrado. El mundo
del hombre es por esto la naturaleza una y otra vez transformada, el resultado
de su actividad, de sus siempre cambiantes habilidades, experiencias,
conocimientos y tendencias.
Es obra suya incluso su ser de primate vertical que ha liberado
las manos del desplazamiento para poder hablar con la boca. La evolución
natural ajusta cada especie a su medio, que es siempre una selección de
características del exterior, y, mediante esa misma selección, ajusta también
cada medio a una especie, pero el hombre ha tenido que hacerse cargo de esta
doble tarea, suplantando la acción de la selección natural.
Por esto es difícil
pensar que un ser de esta índole haya podido vivir un solo tipo de vida. Eso es
algo que compete a otros animales, no a él.
Él es el animal que no sólo se entrega a una variedad
inabarcable de culturas, sino que estas culturas, una vez aparecidas, parecen
irremediablemente destinadas a transformarse en otras.
¿No existirá algún
punto hacia el que converge este caudal? El contraste con los otros animales no
puede ser más grande. Una golondrina hacía su nido hace 10.000 años igual que
ahora. Nuestros antepasados del Neolítico verían lo mismo que nosotros en esta
ave, pero entre ellos y nosotros apenas hay algo en común, si se exceptúa un
organismo natural inadaptado cuyas obras no parecen llegar a un final estable.
¿Tiene algún sentido el desenvolvimiento de las culturas humanas?
Parece que no.
Sin embargo, muchos piensan que todos los ríos desembocan en
el mismo mar, el Mar del Final de la Historia, cuyas aguas son más puras que
las de todos los afluentes.
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