No nos engañemos, el mundo no es ni de los más ricos, ni de los más guapos, ni de los más inteligentes. El mundo es de aquel que pasa a la acción, del que la saca a bailar y del que hace la llamada. De aquel que no se encoge ante el primer “no”, de quien se niega a vivir de prestado lo que por derecho le pertenece y de quien se ama lo suficiente como para poner sus sueños por encima de su ego.
Digámoslo de una vez: El mundo es de quien se la juega.
He visto a personas de talentos envidiables dejar tras su
muerte fallecer sus ilusiones. Personas que teniendo mucho han conseguido poco
y personas que con poco han logrado muncho. He visto a personas de extraordinaria belleza esperar a ser elegidas en lo alto de
su torre y a personas de – digamos – dudoso atractivo dejar a
un lado la carcasa y asaltar un corazón.
Por todo eso, he llegado a
una conclusión: el mundo no es de quien más tiene o más anhela, sino de aquel
que es capaz de quererse sin medida, apartar de un golpe lo superfluo y
lanzarse sin reserva tras aquello que desea.
El principal motivo por el que no sacamos el máximo
partido a la existencia no es que no dispongamos de las capacidades adecuadas,
sino que vivimos esperando a que el contexto o el entorno nos den su OK para
actuar. Inundados de miedos, observamos la vida a través de un embudo
por el orificio equivocado: En lugar de mirar desde el agujero pequeño para
verlo todo grande, miramos desde el grande y lo vemos todo pequeño. Nos invade
el sentimiento de que, como acabamos de llegar, el mundo es propiedad de otros y
que debemos pedirles permiso para que alguno se apiade de nosotros y
nos entregue una porción.
No te ofendas, pero no eres tan importante. Nadie lo
es. Nuestra importancia solo cobra sentido a corto alcance. Es decir, con nuestras
personas queridas y, por supuesto, con nosotros mismos.
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