El
genio de la humanidad siempre ha brillado cuando ha tenido que enfrentarse a
los mayores desafíos. Ya fuera la construcción de una pirámide o el diseño de
una catedral gótica, ningún impedimento natural ha sido un obstáculo
infranqueable para el empeño humano por crear y trascender las aparentes
limitaciones físicas que se ciernen sobre nosotros.
Podemos multiplicarnos a
través de genes, obras materiales e ideas que resisten el paso del tiempo y nos
proyectan a una esfera universal, válida para cualquier época y cualquier
cultura. Lo que parece destinado a sucumbir como elemento efímero puede sin
embargo adquirir visos de permanencia gracias al poder del intelecto. Es la
mente la que logra sobreponerse a las barreras de la naturaleza.
Es el ingenio
que palpita en el acto del pensamiento lo que consigue valerse de las mismas
fuerzas de la naturaleza para burlarlas y edificar lo más excelso. Es la suma
de una lógica que comprende las conexiones entre los fenómenos y de una
imaginación que se atreve a sondear vínculos alternativos, posibilidades
inusitadas, con la claridad que bendice a los espíritus más profundos.
Estos
triunfos no se circunscriben al mundo material, a la acción humana sobre el
medio, sino que se extienden al ámbito del pensamiento puro, donde resplandecen
con un vigor aún más fascinante. Por arduo que se nos antoje erigir templos
gigantescos como los que abundan en Egipto, Grecia o China, resulta todavía más
complicado desentrañar las leyes de la naturaleza y expandir los confines del
razonamiento abstracto. Así, es absolutamente admirable que hayamos llegado a
racionalizar conceptos que parecían imbuidos de un misticismo inexpugnable: el
infinito, la mente... (quizás también las categorías de trascendencia y
creatividad, o al menos cabe creer que lo lograremos de manera paulatina).
En
cualquier caso, siempre será posible formular nuevas ideas y anticiparse a la
labor ordenadora y explicativa de la razón, para así elevar incesantemente el
alcance del pensamiento humano, que en sus actos integra razón e imaginación.
“El poder divino no ha creado ningún ser más inmenso que la imaginación”,
proclamaba Ibn Al Arabi. Pero incluso los límites con que tropieza la
imaginación pueden sobrepasarse con ayuda de la razón. Muchas cosas que no
pueden ser imaginadas pueden ser concebidas racionalmente: las distintas clases
de infinito, la velocidad máxima en el universo, la dualidad onda-corpúsculo…
Y, hermanadas adecuadamente, ¿qué barrera podría alzarse frente a la suma de
razón e imaginación? ¿Qué fuerza podría cercenar nuestro sueño de alcanzar un
saber pleno, un entendimiento infinito? La imaginación surgió antes que la
razón, que puede definirse como una imaginación sujeta a reglas.
La imaginación
al servicio de la razón nos ofrece así un instrumento prácticamente imbatible
para ensanchar el pensamiento humano.
Ciertamente,
es probable que siempre persistan secretos inescrutables, que la mente humana
jamás consiga descifrar. Son los misterios de la naturaleza, “in which they
ever did and ever will remain”, como escribió Hume. Pero también es legítimo
sostener que si dispusiéramos de infinito tiempo para investigar el cosmos y
penetrar en los entresijos de la naturaleza humana, ningún misterio
permanecería eternamente entronizado en su incognoscibilidad.
En muy pocas
ocasiones la ciencia desvela que algunas verdades no pueden ser comprendidas, o
ciertos límites superados. Alabar lo posible, homenajear la curiosidad y la
aspiración como motores de una búsqueda incesante del saber y del
perfeccionamiento, enaltecerlas como diosas supremas del panteón humano,
constituye una invitación a soñar para pensar con mayor ambición; nos exhorta a
esforzarnos por iluminar lo desconocido y a deleitarnos en el proceso de
descubrimiento y exploración, pese a que lo desconocido probablemente supere
siempre el espectro de lo conocido, y ningún teorema de finitud pueda
determinar a priori el radio de lo cognoscible.
Muchas
veces es más bello desconocer que conocer, pues, espoleados por el irrefrenable
acicate de la conciencia de nuestra ignorancia, sentimos el poderoso estímulo
de la búsqueda, de la investigación; la arenga a caminar por nuevas sendas y a
desplegar un esfuerzo heroico por descifrar los enigmas que hoy captan nuestra
atención.
Lo
posible… Qué hermosa y arcana idea. Sugiere libertad, creatividad, novedad,
apertura, horizonte al que dirigirse, expresión, esfuerzo, entusiasmo,
capacidad, sueño y movimiento; evoca luz, vida y esperanza. ¿Y no es
sorprendente pensar que aún no hemos recibido luz de vastas regiones del universo,
de espacios inconmensurables que permanecen ocultos e invisibles, envueltos en
la briosa exuberancia de lo misterioso, aunque la conciencia humana los
anticipe gracias al razonamiento deductivo y al progreso de la ciencia teórica?
La luz no cesa de ser producida en el núcleo de las estrellas, surcando el
cosmos a una velocidad que desborda la imaginación humana, pero que al fin y al
cabo es finita.
Sólo podemos conocer las regiones alcanzadas por la luz; la
velocidad finita de su desplazamiento nos impide vislumbrar lugares desde los
que aún no nos han llegado rayos de esa maravilla de la física que es la luz.
La luz sella entonces un límite a nuestro conocimiento y, más aún, abre la
ventana a lo desconocido.
¿Qué hay en esas inmensas regiones oscuras de las que
aún no hemos percibido luz? ¿Qué secretos esconde el universo en sus puntos más
recónditos? Y la luz no sólo ilumina nuestro conocimiento del mundo físico: la
luz enciende la chispa del intelecto. La versatilidad del lenguaje metafórico
nos permite equiparar el acto físico de ver objetos del mundo con el de
contemplar objetos del entendimiento. Así, al igual que aún no hemos visto
innumerables regiones del cosmos, tampoco hemos contemplado infinitos espacios
mentales. ¿Cómo vería el mundo una mente del futuro, cuyo entendimiento hubiese
franqueado los pórticos de ideas que hoy por hoy nos resultan incomprensibles o
sencillamente inimaginables?
Desde
esta perspectiva, las tres determinaciones supremas del espíritu hegeliano no
son descripciones de la realidad, sino expresión de las posibilidades de la
mente humana. No representan una objetivación de lo dado, sino una
contemplación de las posibilidades de lo dado. Son, por tanto, descripciones de
posibilidades, no de realidades.
Lo que la razón aún no comprende, o todavía no
ha formalizado convenientemente, se anticipa en los ejercicios imaginativos que
pueblan la creatividad simbólica de las grandes tradiciones artísticas y
religiosas de la humanidad. En la filosofía, la convergencia entre razón e
imaginación, entre ciencia y arte, alcanza su cúspide. La filosofía trata de
amoldarse a la ciencia, a su método y a su sujeción a las evidencias empíricas,
pero también suspira por un horizonte de universalidad que sólo puede encontrar
en el reino del pensamiento puro. Se aventura así a sondear ideas, sistemas y
doctrinas que, finamente combinados, quizás arrojen luz sobre los problemas del
mundo y de la mente, e incluso contribuyan a vislumbrar territorios nuevos y a
abordar problemas inopinados: una nueva primavera del intelecto, que descubra
principios desconocidos y encuentre conexiones inesperadas en el seno de la
realidad.
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