La escuela, como institución educativa, es una formación
social en dos sentidos: está formada a partir de la sociedad y a la vez expresa
a la sociedad. Lo que se habla en cada escuela, es el lenguaje particular de la
sociedad. Por tal motivo, no es ajena a la profunda crisis socio política en la
que estamos inmersos y que como ciudadanos nos afecta.
En este contexto, la escuela en general, está seriamente
cuestionada porque no responde a las demandas, no prepara para este nuevo
orden, no asegura mejoras. No obstante esto, y aún con estas fallas y
carencias, es la institución social que sigue nucleando a un significativo
número de niños, adolescentes y jóvenes. Por ser una institución pública, está
sometida y padece los efectos producidos por la crisis social que la atraviesa,
e incide tanto en la singularidad de cada uno de los actores como también en el
colectivo institucional que conforman, y se pone de manifiesto en problemáticas
concretas y observables: el miedo a un futuro incierto, el temor a estar cada
vez peor, la vivencia de desolación, el debilitamiento de vínculos de solidaridad
y amistad, la pérdida de relaciones institucionales, de grupos sociales de
pertenencia y referencia; en realidad se trata de una progresiva pérdida del
sentido de la vida. Estas pérdidas son carencias que afectan, limitan y someten
a los niños, adolescentes y jóvenes, como sujetos de derecho en su condición y
dignidad humana.
Siendo conscientes de esta realidad adversa, que se impone a
nuestros alumnos, especialmente a aquellos con más limitaciones que
posibilidades, con más carencias que logros, es fundamental que el tiempo que
transcurren en la escuela durante su niñez y adolescencia, sea considerado por
ellos, como un tiempo y un espacio valorizado, un tiempo de crecimiento, de
creatividad, que favorezca la construcción de su subjetividad. Para ello la
escuela debe generar, facilitar y promover tiempos y espacios para que pueda
circular la palabra y no los silencios, el diálogo y la discusión y no la
sumisión y acatamiento, el análisis y la reflexión sobre las acciones
impulsivas y las actuaciones violentas.
La función socializadora de la escuela se manifiesta en las
interrelaciones cotidianas, en las actividades habituales; también se hacen
explícitas en las charlas espontáneas o en discusiones y diálogos planificados
para reflexionar sobre esas interrelaciones, para reconocer los acuerdos, las
diferencias, las formas de alcanzar el consenso, de aceptar el disenso. Sólo de
esta manera se aprende a convivir mejor.
Una escuela que intenta responder a su
cometido de ser formadora de ciudadanas y ciudadanos, comprometidos crítica y
activamente con su época y mundo, permite el aprendizaje y la práctica de
valores democráticos: la promoción de la solidaridad, la paz, la justicia, la
responsabilidad individual y social. Estos se traducen en las acciones cotidianas
que transcurren en el aula, en la actitud comprensiva y educadora de los
adultos que son los responsables de la formación de las jóvenes generaciones,
por eso, el desafío de toda institución educativa es convertirse en propulsora
de procesos de democratización y participación.
Sin lugar a dudas si la escuela
puede hacer esto - de hecho muchas de las escuelas lo hacen y lo hacen bien -
está dando respuesta a una de las demandas más requeridas por la sociedad.
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