La escritura comporta por sí
corresponsabilidad palmaria entre texto y autor. Esta obviedad nos ayuda a
entender las relaciones legítimas a las que ambos se ven abocados hasta
culminar en lo que denominamos obra literaria. Coexisten –texto y autor- en la
discusión que mantienen más allá del presunto final, y que el lector arbitra en
cada nueva lectura, una vez más, para interrogarse sobre sí y la realidad que
vive, siente o sueña.
Es una pugna salvaje por el
carácter atávico que posee. En toda expresión artística pervive la pulsión
nueva y el latido antiguo. Es cauce para esa mirada original e inédita que
contiene tantas otras que fueron y alumbraron el mundo con su despertar.
Así, nos dice el autor ruso
en una carta dirigida a María Kiseliova el 14 de enero de 1887, “Para un
químico no hay nada sucio en la tierra. El escritor debe ser igual de objetivo.
Tiene que liberarse del subjetivismo de la vida y saber que en un paisaje un
montón de estiércol a veces representa una parte digna de todo respeto y que
las malas pasiones son inherentes a la vida, lo mismo que las buenas”.
Otros
dos aspectos que enfatiza son la claridad y brevedad con los que el registro
literario, vivo retrato sin añadiduras desmerecedoras, se consuma y enaltece de
sencillez.
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