Cambiar de trabajo, de ocupación, cambiar de vida, de
familia, de amigos, de lugar, de país… afinar un instinto errante, instalarse
en el cambio y hasta desterrar certezas, éste es nuestro decorado
cotidiano en tiempos de acelerada movilidad y cambios deseados o
impuestos.
También la lectura, más que nunca, se ha vuelto nómada; ha abandonado el
centro de nuestra cotidianeidad para instalarse en la periferia de nuestras
actividades. Ahora aprovecha esos espacios de tránsito que antes vivíamos
sin contenido (el transporte público); reutiliza los que surgen de nuestros tiempos vacíos y expectantes – en espera de-
(la consulta del médico, los trámites en Hacienda, la espera en una
cola); se instala en los lugares de socialización (el bar, el parque) que
cada vez más convertimos, en determinados momentos del día, en
lugares de aislamiento, de individuación y llega hoy hasta los santuarios
domésticos donde nunca llegaron los libros: la cocina o el baño.
La posibilidad
de la lectura nos acompaña y viaja con nosotros, allí donde nos desplacemos.
Esta movilidad del contenido ha sido posible gracias a la
revolución tecnológica que ha llegado para instalarse en la variedad de
soportes de lectura de la que disfrutamos ahora. La facilidad
de acceso a la lectura, su portabilidad, su versatilidad de contenidos,
su capacidad de almacenamiento es la responsable. No
es casual que sean los viajeros los primeros en abrazar con entusiasmo esa
circunstancia de movilidad que define ya modos y hábitos de lectura y que
marcan el futuro. Pero, con ser importante el cómo, a través de qué soporte leemos,
el placer de la experiencia viene determinado por el nudo y las
conexiones con las que se enredan libros y viajes.
Como dice Attilio
Brilli, “De la misma manera que el viaje rellena los huecos del plano
topográfico, el libro lo hace con los del viaje”, en un antes y un
después que convoca no sólo la memoria personal y la evidencia de lo
vivido y conocido, sino la de aquellos que transitaron antes un lugar y
depositaron en su relato otra cadena de memorias y evidencias.
La lectura, como el viaje, es un estado de ánimo que nos permite
desplazarnos por paisajes mentales, ya sea inspirados en la realidad o en el
ensueño. Se parecen ambos porque implican trayecto,
recorrido, siguen una dirección, un camino imaginario mientras trazan una ruta
que va desvelando, al paso, la riqueza de contingencias que
estimulan nuestra imaginación y nuestra mirada sobre el mundo, mientras se
desarrolla el sentido del descubrimiento.
Se lee
mientras se viaja y se viaja a través de los libros. Siempre leer implica viajar, más allá de su
sentido metafórico, y todo viaje involucra en la lectura de lo que existe
en el exterior de nosotros.
Son acciones que ponen en funcionamiento las
dinámicas de nuestro intelecto siguiendo una cartografía personal que puede
llenarse de momentos y experiencias sublimes, pero también
sensuales y hasta prosaicas. En la mezcla de todas ellas palpita la
realidad, casi siempre una realidad customizada por nosotros mismos,
recreada por la percepción de nuestra subjetividad, que es la que crea y define
un paisaje como ficción intelectual.
Del mismo modo que el buen viajero se construye y comprende
a sí mismo sobre las lecciones que ha ido depositando su experiencia de
viaje, los lectores extraen su satisfacción más profunda de la
certeza de su capacidad de comprensión de textos diversos al margen de la
construcción de escalas de valor emanadas de la variedad de paisajes
mentales que visitamos en la propia lectura. También como hace
el viajero, desde su capacidad de percepción, el lector trata de recabar
un sentido, deducir una información valiosa desde la superficie que aflora
desde las profundidades del texto, pues la semántica del paisaje real se parece
a la del texto en la gramática imaginada de signos y formas entrelazadas.
La escritura del viaje nace en el diario, las notas apresuradas y
las imágenes que atrapamos en la fugacidad de la experiencia;
después se remansan y ordenan en esa narración que vive una segunda
experiencia vicaria en el escritorio del autor. Ha de transmitir aquello
que coexistió en unidades delimitadas por las referencias
espaciales y temporales del escritor y, siempre, ha de servir a una
cierta verdad vivida.
Un buen
relato de viajes es la puerta de embarque a un mundo de estímulos
diversos, empezando
por la propia capacidad evocadora que crea la narración del autor. Por éstas y
otras bondades es un género vehicular que traspasa las fronteras de otros
géneros (autobiografía, crónica periodística, reseña histórica, ficción, novela
de aventuras) para convertirse en prospección de la gran metáfora, la de la vida como
viaje.
De la escritura que
emana de vivencias y experiencias viajeras; de los
caminos sin hollar que aguardan a la experiencia de la lectura en un nuevo
paradigma cultural marcado por la tecnología; de la mirada del viajero de hoy
que irrumpe en un mundo en el que toda sorpresa ha de ser la que lleva en su
propio equipaje; de todo ello y seguramente de mucho más, hablaremos hoy en el
encuentro con que celebraremos uno de nuestros primeros títulos: Paisajes del mundo de Javier
Reverte y
nuestra propia aventura como sello editorial.
Se trata de viajar.
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