Pero hay un asunto esencial que tendemos a olvidar: el hecho
de que pensemos tal o cual cosa sobre una situación o persona, no convierte
nuestra opinión en argumento informado. Opinar es declarar una postura, y no
requiere de fundamento, método ni lógica alguna. Por ejemplo, alguien puede opinar
que es peligroso que las mujeres caminen solas por la noche, especialmente si
han bebido y coqueteado en un bar. Alguien podría opinar que, si una mujer que
coqueteó en un bar es agredida sexualmente en el estacionamiento, es porque ella lo
provocó. Esa es una opinión válida, construida sobre un sistema de valores
particular, pero no es un argumento fundamentado. Fundamentar la argumentación
pasaría por cuestionarnos la violencia sexual como ejercicio de dominación
cultural.
Por preguntarnos qué hace que un grupo de personas tenga privilegios
por encima de otro, quién lo decide y por qué.
El asunto con la opinión es que tiende a ser lapidaria. Por
ejemplo, cuando hablamos de una figura pública, nuestras opiniones no pasan por
el filtro de la empatía.
¡Decimos lo primero que se nos viene a la boca! Cuando
opinamos en grupo, nos convertimos en una masa abstracta que se divide en
bandos “a favor” y “en contra”: que si Leonora es una emprendedora de verdad o
una aprovechada que se gasta el dinero del marido para figurar. Que si Melissa
tiene talento o su único mérito es que enseña “más de la cuenta”. Que si la
asistente de LuisGui es una profesional competente o le dieron el puesto por
razones más “sórdidas”. Ya sé lo que opinarán muchos: “la que se mete a figura
pública, que aguante”. Y está bien, pero esa es una opinión y no un argumento.
Hay algo obvio que se nos escapa cuando nos transformamos,
como colectivo, en “opinión pública”: cuando hablamos de los otros, olvidamos
que son personas. Olvidamos a las dos familias que lloran el accidente de
tránsito: a la del ciclista fallecido y a la del conductor que se dio a la fuga
luego del impacto. Buscamos un culpable, para destruirlo. Si argumentáramos en
lugar de opinar, podríamos discutir un poco sobre nosotros mismos como
sociedad, para construir algo, lo que sea, a partir de la tragedia: podríamos
preguntarnos por qué nuestro sistema vial está centrado en los vehículos y no
en las personas. Podríamos cuestionarnos por qué seguimos bebiendo y manejando
a sabiendas del peligro que implica. Pero opinar es, sin duda, más sencillo.
Opinemos, sí. Y hagámoslo siempre. Pero no olvidemos que lo
que opinamos dice mucho sobre nosotros mismos y muy poco sobre los demás.
Recordemos las sabias palabras de A. B. White, que nunca pasan de moda: “El
prejuicio nos ahorra mucho tiempo. Podemos formarnos una opinión sin necesidad
de conocer los hechos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario