Parece obvio que la vida es lo más importante para cualquier
ser humano. A fin de cuentas, de nada sirven los bienes, el dinero o el poder
sin una vida soberana y sana con la cual disfrutar de ellos. Sin embargo, cuán
a menudo dedicamos nuestro tiempo a hacer actividades que no deseamos, a
compartir situaciones con personas con las que no queremos estar, o a cuidar de
ciertos bienes en lugar de velar por nuestra salud.
Aunque resulta obvio que la vida biológica es necesaria para
emprender cualquier tipo de actividad física o intelectual, con frecuencia
olvidamos la fragilidad de nuestro cuerpo, y perdemos la consciencia de que la
vida está más expuesta a riesgos de lo que pensamos. Con esta reflexión no
pretendo inspirar miedo, sino lograr el efecto contrario: que la gente pueda
vivir sin temor gracias a la convicción de que su vida no sólo es breve, sino
que puede concluir en cualquier momento (aunque adopte todos los recaudos
posibles para evitarlo).
Las catástrofes muestran la fragilidad de la vida humana
Los huracanes y terremotos, cuyos efectos son imprevisibles,
nos muestran la fragilidad de la existencia y la inutilidad de ciertos recursos
(dinero, construcciones, medicina, seguros, etc.) para garantizar la vida. Los
eventos catastróficos y los accidentes nos ponen frente a una dura realidad: no
tenemos la vida comprada; podemos morir en cualquier momento.
Soy consciente de que un taxi, un avión o un colectivo están
en manos de otras personas, y poco puedo hacer para evitar un accidente, o para
impedir que el piloto se duerma o actúe irresponsablemente. Sin embargo,
comprender que yo mismo, a pesar de todas las precauciones que tome, puedo
cometer un error y ceder al sueño por un instante, me llevó a volverme más
consciente de la fragilidad de la vida.
Luego de esta última situación en que me quedé dormido al
volante, volví a reflexionar, quizá ahora con más profundidad, sobre la
proximidad de la muerte. Me di cuenta de que no puedo esperar para hacer lo que
quiero, porque ignoro hasta cuándo estaré en el mundo. Recordé (una vez más)
que por más dinero que tenga en el banco, no puedo asegurar mi vida. Advertí
que necesito dedicar el resto de mi existencia a hacer lo que me gusta, para
sentirme satisfecho y listo para abandonar el mundo en cualquier momento, sin
cuentas pendientes conmigo mismo y con los demás.
No hay modo de asegurar la vida: lo único seguro es la
muerte
El mercado pretende convencernos de que necesitamos medicina
prepaga, seguros, bienes diversos, ingresos
estables, dinero en el banco, etc. Pero cuando experimentamos una
situación que nos enfrenta con la muerte cara a cara, nos damos cuenta de que
todo eso es inútil para preservar la vida. Un paro cardíaco puede matarnos,
aunque nuestro médico de cabecera haya recibido el premio Nobel. Una cuenta con
varios millones no sirve para impedir un infarto.
En mi caso personal, creo que no necesito más bienes o más
servicios, sino más tiempo libre para hacer lo que
quiero, a fin de morir
satisfecho y en paz. Entiendo que el dinero asegura el futuro;
pero prefiero asegurarme de estar presente en mi presente, y de vivirlo cada
vez con más intensidad y libertad.
Considero que estamos vivos de verdad cuando somos
conscientes de que podemos morir en cualquier momento, y estamos dispuestos a
perder la vida. Creo que pensar en la muerte no debe asustarnos, sino
liberarnos del miedo a hacer lo que
soñamos.
A fin de cuentas, no puede suceder nada peor que la muerte.
Y si perdemos el miedo a ella, ¿qué otro temor podríamos experimentar a la hora
de vivir la vida que anhelamos?
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