La participación suele ligarse, por el contrario, con propósitos transparentes - públicos en el sentido más amplio del término - y casi siempre favorables para quienes están dispuestos a ofrecer algo de sí mismos en busca de propósitos colectivos. La participación es, en ese sentido, un término grato.
Sin embargo, también es un término demasiado amplio como
para tratar de abarcar todas sus connotaciones posibles en una sola definición.
Participar, en principio, significa "tomar parte": convertirse uno
mismo en parte de una organización que reúne a más de una sola persona.
Pero
también significa "compartir" algo con alguien o, por lo menos, hacer
saber a otros alguna noticia. De modo que la participación es siempre un acto
social: nadie puede participar de manera exclusiva, privada, para sí mismo. La
participación no existe entre los anacoretas, pues sólo se puede participar con
alguien más; sólo se puede ser parte donde hay una organización que
abarca por lo menos a dos personas. De ahí que los diccionarios nos anuncien
que sus sinónimos sean coadyuvar, compartir, comulgar. Pero al mismo tiempo, en
las sociedades modernas es imposible dejar de participar: la ausencia total de
participación es también, inexorablemente, una forma de compartir las
decisiones comunes. Quien cree no participar en absoluto, en realidad está
dando un voto de confianza a quienes toman las decisiones: un cheque en blanco
para que otros actúen en su nombre.
Ser partícipe de todos los acontecimientos que nos rodean
es, sin embargo, imposible. No sólo porque aun la participación más sencilla
suele exigir ciertas reglas de comportamiento, sino porque, en el mundo de
nuestros días, el entorno que conocemos y con el que establecemos algún tipo de
relación tiende a ser cada vez más extenso.
No habría tiempo ni recursos
suficientes para participar activamente en todos los asuntos que producen
nuestro interés. La idea del "ciudadano total", ése que toma parte en
todos y cada uno de los asuntos que atañen a su existencia, no es más que una
utopía. En realidad, tan imposible es dejar de participar - porque aun renunciando
se participa -, como tratar de hacerlo totalmente. De modo que la verdadera
participación, la que se produce como un acto de voluntad individual a favor de
una acción colectiva, descansa en un proceso previo de selección de
oportunidades. Y al mismo tiempo, esa decisión de participar con alguien en
busca de algo supone además una decisión paralela de abandonar la participación
en algún otro espacio de la interminable acción colectiva que envuelve al mundo
moderno.
De ahí que el término participación esté
inevitablemente ligado a una circunstancia específica y a un conjunto de
voluntades humanas: los dos ingredientes indispensables para que esa palabra
adquiera un sentido concreto, más allá de los valores subjetivos que suelen
acompañarla. El medio político, social y económico, en efecto, y los rasgos
singulares de los seres humanos que deciden formar parte de una organización,
constituyen los motores de la participación: el ambiente y el individuo, que
forman los anclajes de la vida social.
De ahí la enorme complejidad de ese
término, que atraviesa tanto por los innumerables motivos que pueden estimular
o inhibir la participación ciudadana en circunstancias distintas, como por las
razones estrictamente personales - psicológicas o físicas - que empujan a un
individuo a la decisión de participar. ¿Cuántas combinaciones se pueden hacer
entre esos dos ingredientes? Es imposible saberlo, pues ni siquiera conocemos
con precisión en dónde está la frontera entre los estímulos sociales y las
razones estrictamente genéticas que determinan la verdadera conducta humana.
No
obstante, la participación es siempre, a un tiempo, un acto social, colectivo,
y el producto de una decisión personal. Y no podría entenderse, en
consecuencia, sin tomar en cuenta esos dos elementos complementarios: la
influencia de la sociedad sobre el individuo, pero sobre todo la voluntad
personal de influir en la sociedad.
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