Al trabajo fuimos arrojados por un castigo bíblico. Cuando la pareja primordial desobedeció el mandato divino de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, Adán y Eva no sólo fueron expulsados del Paraíso sino que, como si no bastara con semejante maldición, Jehová castigó al hombre con el deber de ganarse el pan con el sudor de su frente.
El estigma que unió al hombre con el trabajo perdura todavía hoy. Y en defensa del imperativo divino, aún se cree -tal vez a modo de consuelo de esa pérdida transgeneracional- que mientras que la pereza deshumaniza al ser humano, el trabajo lo humaniza.
Tal vez como un
resabio tardío de lo perdido, se descubre en la pereza cierto aspecto
paradisíaco que nos seduce. A fin de cuentas, el mismísimo Jehová nos aleccionó
con su pereza ejemplar: tras seis días de trabajo, el séptimo descansó... y era
Dios.
Nosotros, ni cortos ni perezosos (nunca mejor dicho), frágiles y
culpógenos, multiplicamos el castigo bíblico hacia ámbitos insospechados hasta
para el mismísimo Creador: "debería adelgazar", "debería
levantarme más temprano", "debería hacer gimnasia",
"debería dejar de fumar", "debería estudiar inglés", en una
cascada de mandamientos profanos, creados por una criatura que ni Dios pensó
tan vulnerable.
Una retórica del deber tanto o más constrictiva que la
consagración del monje que se resiste a la pereza. Porque en cuanto
autoimpuesta, ni siquiera nos hace falta esperar otra vida para recibir el
merecido castigo sino que, mucho más eficaz, la ruina nos amenaza, por decirlo
de algún modo, hic et nunc .
El costo existencial de
menospreciar el valor de la pereza es someternos sin descanso a imperativos que
dirigen nuestras vidas, imponiéndonos metas las más de las veces triviales que
cercenan nuestros deseos más genuinos.
No se trata de
perpetuar el no hacer nada, ni siquiera de endiosar un dolce far niente que,
con el correr de los días, lo más probable es que nos suma en un sopor
insoportable. Pero sí de tener la sensibilidad, llegada la ocasión, de ser
capaces de cultivar la pereza, como se cultiva la amistad o el amor.
A fin de
cuentas, ¿por qué no dejarse llevar, de tanto en tanto, por el regocijo de la
actividad de la no actividad, por el goce útil de lo inútil que se parece, si
la hay en alguna parte, a la libertad? ¿Por qué no sucumbir a ese ocio adánico?
Si aceptamos que,
más que un pecado mortal, la pereza es una experiencia humana, tal vez sea ése
el primer paso para terminar aceptándonos como somos, sin luchar codo a codo
para demostrar nada a nadie. Por empezar, ni siquiera a nosotros mismos.
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