Nada puede
destruirnos más que nosotros mismos. Sin duda, somos nuestro peor enemigo,
máxime en un momento de tantos absurdos, de tantas violencias que nos dividen y
separan, lo que ha de exigirnos a impulsar una respuesta ética y responsable de
proximidad humana.
En este sentido, nos llena de tristeza que el año pasado
fuese particularmente difícil para los niños que viven en zonas de guerra. Ahí
están los datos proporcionados por Naciones Unidas: El número de violaciones de
los derechos de los niños aumentó de 15.500 en 2016 a más de 21.000, de las que
6.000 fueron cometidas por autoridades gubernamentales y 15.000 por otros grupos.
Más de 10.000 niños y niñas murieron o fueron mutilados y al menos 900 fueron
violados. Afganistán fue el país donde ocurrió la mayor cantidad de asesinatos,
seguido por la República Democrática del Congo, Somalia y Sudán del Sur. A
pesar de estas cifras, el Secretario General también dijo que en 2017 se vieron
resultados positivos, con más de 10.000 niños liberados de las filas de grupos
armados.
Indudablemente este desconsuelo de vidas en formación, inocentes, es
una total irresponsabilidad de los países y de sus administraciones, y de cada
cual en particular. Deberíamos dejarnos de azotar por estos huracanes de odio y
modelos de desarrollo, donde nadie respeta a nadie, provocando una degradación
de la especie humana, social y ambiental sin precedentes.
Ojalá aprendamos a
pasar de las páginas crueles y a renacer, a renovarnos de modo creativo y
eficaz, poniendo la autenticidad del ser humano como valor supremo, y la misión
responsable de hacer espacio en común dotándonos.
Quizás tengamos que conciliar
antes otros lenguajes, otros sentimientos, para que la conciencia, el
conocimiento y la valentía de la acción, vuelvan a ser parte de la vida de cada
uno de nosotros. Lo importante es fijar nuestra mirada en los demás, y ver que
nadie avanza por sí mismo, sino todos junto a todos, haciéndonos más humanos,
estableciendo un final para las inútiles contiendas, antes de que estas
inservibles disputas entre semejantes nos pongan fin a todos. La cita del poeta
y dramaturgo alemán Friedrich Schiller (1759-1805), de que “haciendo el bien
nutrimos la planta divina de la humanidad; formando la belleza, esparcimos las
semillas de lo divino”, puede ayudarnos a reconducirnos en nuestros pasos.
Abramos, pues, camino a la novedad, tal vez nuestro propio trabajo personal no
tuvo el espíritu humanitario que debía haber tenido. Es cuestión de repensarlo
para poder rectificar, o de proseguir en el sueño del artista que todos
llevamos dentro. Lo que no cabe en nosotros es resignarse. Somos vida, demos
vida pues. Que el aliento es gratis para todos. Requerimos, sin más dilación,
el descanso del dolor. ¡Vaya al destierro el sufrimiento injertado entre
humanos! Es posible, sólo es asunto de planteárnoslo de corazón.
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