Hay una preocupación creciente por el aumento de la
desigualdad humana en todo el mundo. No se trata ya sólo de la obscena
distancia entre el mundo rico y el Tercer Mundo: Sami Naïr (en su libro “Y vendrán las migraciones en tiempos hostiles”)
afirma que la inmigración se debe a la brutal desigualdad entre el Norte y el
Sur; se trata de que en las sociedades occidentales se ha abierto, y crece, una terrible
brecha, de forma que los muy ricos son cada vez ricos, mientras
que una enorme franja de la Humanidad cae cada vez más a los límites de la
pobreza. Paul Krugman afirma en un artículo que el porcentaje de riqueza
del 0.1% con más ingresos de EEUU ha vuelto a los niveles de la edad dorada de
finales del siglo XIX.
Zygmunt Bauman (en su libro “¿La
riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?”) estima que en las
últimas décadas la distancia entre países desarrollados y el resto del mundo
tiende a disminuir, mientras que en el interior de las sociedades ricas las
desigualdades se están disparando. Señala el drama de la “inteligencia sin
futuro, sobrante”, pues ésta va a ser la primera generación que no va a
superar el nivel de bienestar de sus padres sino que va a retroceder. Y también
recuerda que la felicidad non se mide por la riqueza total acumulada sino por
su distribución: “en
una sociedad desigual hay más suicidios, más depresión, más criminalidad, más
miedo”.
Thomas Piketty ha publicado el pasado otoño en Francia una
obra que ha provocado un intenso debate. En “El
capital en el siglo XXI”, con cerca de mil páginas, repasa, desde
una óptica política e histórica algunas cuestiones esenciales de nuestra época.
Afirma que la creciente desigualdad arbitraria pone en cuestión los fundamentos
de la democracia, sus datos describen un capitalismo patrimonial heredado
(contra el mito de la meritocracia y el emprendimiento, que sostiene que las
grandes fortunas se ganan y se merecen), y propugna una exigente regulación
pública para frenar la desigualdad y favorecer la cohesión social y la equidad.
Krugman comentó el libro de forma elogiosa.
Recuerda que las sociedades
occidentales anteriores a la I Guerra Mundial estaban dominadas por una
oligarquía cuya riqueza era heredada, y “este libro refleja que estamos en
plena vuelta hacia ese estado de cosas”. El autor llega a una conclusión
pesimista sobre el futuro del capitalismo: veremos un futuro con crecimiento
reducido, dominado por una clase de “rentistas” hereditarios, como los que
figuran en las novelas de Honoré de Balzac.
Piketty demanda una fiscalidad
progresiva como
medio de limitar la concentración de la riqueza. Pero en esta cuestión
Vicenç Navarro se muestra más crítico con su propuesta. Afirma que
la reducción de las desigualdades” necesita no solo la bajada de lo alto, sino
también la subida de lo bajo. Es decir, no solo se necesita gravar el capital
(y las rentas superiores, detalle que Piketty apenas cita) e incluso el control
público de este capital (que tampoco cita), mediante la nacionalización o
regulación, sino también el incremento de las rentas del trabajo, algo que
Thomas Piketty tampoco toca”. Recuerda además que en la base de esta crisis
está el conflicto capital-trabajo y
el capital ha estado dominando en esta lucha provocando la actual recesión.
Pues bien, “la solución pasa por revertir esta lucha de manera que los que
ahora ganan pierdan y los que ahora pierden ganen”.
El
mundo que viene amenaza con ser más desigual, injusto y cruel.
Este debate sobre la desigualdad que se produce en círculos intelectuales tiene
que llegar a la gente y a la política. Hay que evitar un futuro dominado por
las élites económicas y con el resto de la población al borde de la miseria. No
podemos aceptar un mundo con vallas para separar el lujo obsceno de la pobreza.
Mientras los gobernantes y los banqueros (Botín) celebran la supuesta
recuperación económica, en los barrios vemos, todos los días, a la gente
desesperada que ya no puede comprar sus medicinas.
Para evitar este futuro
indeseable tenemos que echarlos. Tenemos que conseguir que los buitres del
capitalismo y sus cómplices de la política no se queden con todo. Porque los actuales mandatarios lo tienen claro:
en su ideología supremacista el mundo se divide en ricos y pobres, señores y
siervos, y el destino ya está marcado “en el código genético”.
Así lo afirmó Rajoy en un artículo publicado en
1982, cuando era un joven cachorro de la política y ya sabía bien lo que
quería.
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