El catálogo de las cuatro virtudes cardinales se cierra con
la virtud de la templanza.
También esta virtud supone la justicia y está
informada por la prudencia, de modo que, cuando el hombre y la mujer tratan de
vivir templadamente, si tal moderación conculca derechos de un tercero o no va
dirigida por la prudencia, cabría hablar de rigidez moral o de conciencia
estrecha, de desapego o de insensibilidad..., pero no de la virtud cristiana de
la templanza.
Ahora bien, la templanza no es la pura calma ni la simple
pasividad, sino la armonía interior, fruto del esfuerzo por disponer rectamente
el mundo pasional del hombre.
Es claro que la persona humana ha ser dueña y señora de
todas sus potencias y de todos sus apetitos.
Ciertamente, la fortaleza trata de
ofrecerle el vigor para que actúe incluso hasta el heroísmo en las dificultades
más graves por las que atraviesa; pero la vulnerabilidad del hombre es tal, que
a veces no le es fácil superar ciertas circunstancias que conlleva el vivir,
pues las pasiones humanas y las tentaciones de los "tres enemigos"
son tantas y tan fuertes, que se expone al peligro de sucumbir.
Para evitar tales trances, es deseable precaverse con
anterioridad a que esas situaciones hagan acto de presencia. Es aquí donde
entra en juego la virtud de la templanza, la cual procura un uso razonable y
medido de las cosas y de los placeres para evitar que las pasiones le dominen.
De este modo, la fortaleza puede superar más fácilmente las situaciones
desesperadas.
Se trata, pues, no sólo de ser prudentes, justos y fuertes en la
existencia personal y en la convivencia social, sino también y sobre todo de
tener dominio de la propia concupiscencia, de hacer un uso medido y austero de
lo bienes y goces que ofrece la vida y orientar tales tendencias hacia el bien
integral de la persona, poniendo orden en su interior.
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