miércoles, 10 de abril de 2019

Templanza

El catálogo de las cuatro virtudes cardinales se cierra con la virtud de la templanza. 

También esta virtud supone la justicia y está informada por la prudencia, de modo que, cuando el hombre y la mujer tratan de vivir templadamente, si tal moderación conculca derechos de un tercero o no va dirigida por la prudencia, cabría hablar de rigidez moral o de conciencia estrecha, de desapego o de insensibilidad..., pero no de la virtud cristiana de la templanza. 

Ahora bien, la templanza no es la pura calma ni la simple pasividad, sino la armonía interior, fruto del esfuerzo por disponer rectamente el mundo pasional del hombre.

Es claro que la persona humana ha ser dueña y señora de todas sus potencias y de todos sus apetitos.

Ciertamente, la fortaleza trata de ofrecerle el vigor para que actúe incluso hasta el heroísmo en las dificultades más graves por las que atraviesa; pero la vulnerabilidad del hombre es tal, que a veces no le es fácil superar ciertas circunstancias que conlleva el vivir, pues las pasiones humanas y las tentaciones de los "tres enemigos" son tantas y tan fuertes, que se expone al peligro de sucumbir.


Para evitar tales trances, es deseable precaverse con anterioridad a que esas situaciones hagan acto de presencia. Es aquí donde entra en juego la virtud de la templanza, la cual procura un uso razonable y medido de las cosas y de los placeres para evitar que las pasiones le dominen. De este modo, la fortaleza puede superar más fácilmente las situaciones desesperadas. 

Se trata, pues, no sólo de ser prudentes, justos y fuertes en la existencia personal y en la convivencia social, sino también y sobre todo de tener dominio de la propia concupiscencia, de hacer un uso medido y austero de lo bienes y goces que ofrece la vida y orientar tales tendencias hacia el bien integral de la persona, poniendo orden en su interior.

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