Lo cierto es que cada persona libra su propia batalla
interna (algunos hasta la III Guerra Mundial).
Una batalla de las que muchas
veces desconocemos los detalles más importantes porque estos solo están
registrados en la mente de la persona que la libra. Por otro lado, una persona
con buena o mala intención rara vez es consciente de lo dañina que puede llegar a ser para los
demás y para ella misma.
Esta inconsciencia se vuelve frecuente por una razón ajena a la
intención: nuestra mente es como una locomotora que crea pensamientos sin
pausa, de una forma frenética y vertiginosa. Da vueltas a
todo, elabora hipótesis de lo que sucede a nuestro alrededor, hace suposiciones, crea nuevas
ideas y conceptos, piensa y vuelve a pensar, anticipa lo peor y emite juicios
sobre otros… Y también sobre nosotros mismos. Claro.
Ese incesante martilleo nos tortura, nos daña y como
recuerdo nos deja “basura mental”. Los científicos afirman que tenemos más de 60000 pensamientos al día. Se
estima que muchos de estos pensamientos (el 80% aproximadamente) en la mayoría
de personas son negativos, tóxicos, disfuncionales…
Actuamos en automático la gran parte del tiempo. Así,
estamos extremadamente influenciados por nuestras creencias; convicciones que
se formaron en nuestra tierna infancia y se arraigan a través de nuestras
experiencias. Algunas de
estas creencias están en nuestro subconsciente, y de esas creencias nacen
nuestros pensamientos y juicios más inmediatos.
Si algunas de tus creencias son erróneas o enfermizas,
muchos de tus pensamientos y juicios también lo serán. Constantemente estamos
juzgando, nos juzgamos a nosotros mismos y a los demás. Pero lo cierto es que
la consecuencia más frecuente es el sufrimiento.
Nuestra mente
emite juicios para protegernos, por propia supervivencia, pero esto no quiere
decir que en última instancia estos juicios secunden el propósito para el que
fueron “convocados”.
Pensamos que el otro tiene el mismo punto de vista que
nosotros y en parte por eso sufrimos tanto. Pero no, cada uno percibe la
vida con unas gafas diferentes y para lo que a mí significa una cosa, para ti
probablemente signifique otra. Y en esa mentira de creer que todos
deberían de tener nuestro punto de vista (el nuestro por supuesto), nos
atrevemos a juzgar al otro. Incluso a nosotros mismos,
olvidando la falacia que
encierra juzgar el pasado desde
el futuro, conociendo las consecuencias de una acción que entonces no eran
seguras, solo probables. Al igual que algunas otras.
En los dos casos no son los demás los que te hacen sufrir.
En el primero son las propias expectativas que tienes sobre esas personas las
que te hacen sufrir. Esperamos que los demás sean como nosotros deseamos y nos
volvemos incapaces de aceptarlos como realmente son. Ese es el principio y el
final de la batalla, al mismo tiempo.
Paradójicamente, cuando dejas de juzgar y machacar a los
demás, también dejas de juzgarte y machacarte a ti mismo, porque la forma con
la que juzgamos también suele ser el modo con en el que nos juzgamos.
Cuando aceptas tu
esencia (incluidas todas tus sombras), comienzas a ver con ternura las sombras
de los demás. Cuando creemos que alguien no ataca, en el fondo puede que ese
alguien esté librando su propia batalla interna. Lo hacen desde la
inconsciencia, desde sus heridas emocionales y sus estrategias de supervivencia
aprendidas en la niñez, cuando se sentían profundamente heridas en su búsqueda
de amor y aceptación. A veces, muchas veces, todo ello les lleva a actuar así.
Por eso, cuando creas que alguien te ataca, recuerda
que es probable que no sea un ataque consciente, sino una sombra que tú
imaginas o que el otro proyecta sin intención, al menos sin esa intención.
El amor aumenta a medida que el juicio decrece.
Hemos de aceptar cuando otras personas no se comportan como
a nosotros nos gustaría, cuando nos nos cuidan de la manera que deseamos pero
lo hacen de otra. Estamos aquí antes para querer que para juzgar, para
sentir que para razonar. Así, si alguien dibuja un círculo para excluirte,
dibuja tu uno más grande para incluirle.
Recuerda que el amor aumenta a medida que el juicio se hace
flexible, compasivo y piadoso. El amor nos da felicidad, el juicio
estricto nos aporta sufrimiento. No entiendas el amor como algo que se puede
quitar como un refuerzo o un castigo: el amor incondicional está por encima de
eso.
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