Parece contradictorio decir que estamos entrado a una fase
cultural irreflexiva, ya que nuestra época tiende a ser criticada por su
ensimismamiento. No obstante, con frecuencia expresamos nuestro solipsismo de
manera externa en vez de explorarlo internamente, con más énfasis en las
imágenes que nunca antes. Cuando hay texto, los nuevos medios como Instagram
por lo general dejan de lado el papel del lenguaje.
Las selfies son algo muy obvio
en este caso particular, pero consideremos un tuit. Su brevedad tiene la
longitud perfecta para un aforismo y poco más (a menos que alguien publique una
secuencia).
Para cierto porcentaje de la población, los pensamientos que
podrían haberse guardado en una época previa a los teléfonos inteligentes
—dejando así que se marinaran y quizá se hicieran más profundos hasta que ya no
pudieran formularse en menos de 140 caracteres— ahora se expresan en un foro
público.
Además, internet suele recompensar la velocidad por encima
de cualquier otra cosa, una cualidad que contradice al pensamiento
deliberativo, además, nuestra hambre de velocidad va en aumento conforme
mejoran las tasas de transferencia de información. En 2006, Forrester Research
halló que los compradores en línea esperaban que las páginas web se cargaran en
cuatro segundos. Tres años más tarde, el tiempo se redujo a dos
segundos. Las páginas web más lentas hacían que muchos compradores buscaran en
otra parte.
Para 2012, los ingenieros de Google habían descubierto que
cuando los resultados tomaban más de dos quintas partes
de segundo en
aparecer, la gente buscaba menos, y retrasarse un cuarto de segundo en
comparación con un sitio rival puede alejar a los usuarios.
“Eso apunta a que, conforme nuestras tecnologías incrementan
la intensidad de la estimulación y el flujo de cosas nuevas, nos adaptamos a
ese ritmo”, dijo Carr. “Nos hacemos menos pacientes. Cuando surgen momentos sin
estimulación comenzamos a sentir pánico y no sabemos qué hacer con ellos,
porque nos hemos entrenado para esperar esa estimulación: nuevas
notificaciones, alertas, y similares”.
Esto a menudo se traduce en el discurso que define internet
como una demanda de “momentos estimulantes”, inmediatos y superficiales, en vez
de juicios sopesados con cuidado, ya sea sobre asuntos serios o triviales.
Carr también señaló los argumentos contrarios: formular
pensamientos relativamente simples en internet puede producir otros más
complejos mediante intercambios en tiempo real con la gente, y puede que las
personas cuyo reflejo es publicar algo con prisa en vez de pensar en ello,
tampoco habrían sido los pensadores más deliberativos en una época anterior a
los teléfonos inteligentes.
Aun así, Carr considera que nuestro rumbo actual indica “la
pérdida de la mente contemplativa”.
“Hemos adoptado el ideal mental de Google,
que consiste en tener una pregunta que se puede responder rápidamente:
Preguntas finitas y bien definidas. Perdida en esa concepción está la idea de
que también hay una manera abierta de pensar con la que no siempre estamos
tratando de responder una pregunta. Estás intentando ir al lugar al que ese
pensamiento te lleve. Como sociedad, estamos diciendo que la manera de pensar
ya no es tan importante. Se ve como algo ineficiente”.
Carr observó que, durante décadas, la escultura de Rodin “El
pensador” (1902) representaba la forma de contemplación más elevada: una figura
con un físico imponente que mira hacia abajo abstraídamente, encorvado para
bloquear las distracciones, congelado porque es una estatua, desde luego, pero
también porque los pensadores serios necesitan tiempo y no se inquietan.
Es
difícil imaginar que una nueva versión posmoderna llamada “El tuiteador” sea
tan inspiradora.
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