Desde luego, el desconocimiento de la realidad te expone a
grandes riesgos tales como no advertir el hueco donde vas a caer mientras
caminas por la calle o tragarte tranquilamente el veneno que un enemigo te ha
puesto en la bebida.
Sin embargo, no estar informado de ciertas cosas puede tener
su lado positivo.
En mi caso, confieso ser flagrantemente inculto en lo que
respecta a las letras del Reggaetón; soy del todo indiferente a la actividad
que realizan las Kardashian y carezco de la menor idea sobre los personajes del
Juego de tronos, del hambre o cualquier otro juego de esos que se producen en
los talleres cinematográficos.
De este modo protejo mi sistema emocional de agotamientos
innecesarios y dedico la energía resultante a temas más interesantes o
satisfactorios.
Ignorar, en el sentido de no hacer caso, es igualmente un
recurso válido para proteger la estabilidad personal. Si atiendes a críticas
necias o si respondes a cada insulto que dispara un desquiciado en las redes
sociales, el gasto energético implicado no se retribuirá en un cambio de
actitud por parte del atacante y más bien te apartará de lo verdaderamente útil.
Claro está, que no me refiero a ejercitarte en la peligrosa
táctica negadora del avestruz sino más bien a asumir una ignorancia selectiva.
Esto es, rescatar lo que pruebe ser valioso y desechar la estupidez donde
quiera que esta surja.
¿Que el imbécil de turno habla hasta por los codos solo para
agobiarte? ¡Cierra tus canales sensoriales y escucha las olas del mar!
¿Que te llaman ignorante porque no te informas de la
majadería ajena? Cierto, ignorante, pero sano mentalmente.
¿Cuántos «sabios» pueden decir lo mismo?
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