La AMI se ve por
consiguiente obligada a replantearse la esencia y las funciones de los medios y
los fundamentos políticos y éticos que los legitiman. Tiene que reexaminar el
papel de las redes sociales y de los intercambios que hacemos en ellas,
teniendo en cuenta que el auge digital está transformando las antiguas
audiencias en nuevas comunidades de intercambio e interpretación.
La vuelta al
chismorreo, evidente en las redes sociales, dista mucho de ser anodina y no se
debe tratar con desprecio. Conversación sotto voce que
vehicula desordenadamente habladurías, bulos y cotilleos, el chismorreo
convierte lo privado en público, poniendo la autenticidad por encima de una
verdad que se percibe como una fabricación de élites alejadas de las
preocupaciones locales y de la vida cotidiana de los ciudadanos.
Las redes sociales
vehiculan, por lo tanto, noticias de veracidad incierta, aduciendo la falsedad
para llegar a la verdad o para mostrar que esta última no es tan límpida como
parece. De ahí la tentación de hablar de “posverdad” al referirnos a ellos,
pero caer en esa tentación equivale a minimizar su alcance y negarse a ver que
buscan una verdad diferente en un momento en el que asistimos a la quiebra de
sistemas de información hasta ahora considerados “de referencia”. Las redes
sociales vuelven a poner en el candelero la eterna batalla periodística entre
los hechos objetivos y los artículos de opinión que se libra en esos sistemas
influyentes.
En ciencias de la
información y la comunicación, el chismorreo pertenece al ámbito del vínculo
social y desempeña funciones cognitivas esenciales: observación del entorno,
ayuda a la toma de decisiones mediante el intercambio de noticias, armonización
lógica de una situación determinada con los valores del grupo…
Todas estas
funciones han venido legitimando la importancia de los medios de comunicación e
información. Pero éstos son percibidos ahora como indigentes y tendenciosos, y
el síntoma de esa percepción es el recurso al chismorreo en línea, cuyo
dispositivo difusor son las redes sociales. No cabe culpar del chismorreo
tan sólo a éstas últimas, sino más bien a los responsables del debate público
en el mundo real.
En escenarios
políticos desestabilizados hoy en muchas partes del mundo, las redes sociales
devuelven al relato social su función de regulador. Ponen de manifiesto las
violaciones de las normas sociales, especialmente cuando las instituciones
políticas se jactan de ser transparentes, porque evidentemente los secretos ya
no están a buen recaudo. Las redes sociales están zarandeando seriamente la
norma de objetividad, que se ha fosilizado con su práctica de presentación
obligatoria de una opinión “a favor” y otra “en contra”.
El público desconfía
de la “veracidad” de ese discurso polarizado y se deja seducir por la
estrategia de la autenticidad. Ésta establece una relación de proximidad con
los miembros de la comunidad de suscriptores, que ha reemplazado a la audiencia
y tiene por objeto implicarlos en los debates, basándose en el principio de
transparencia. Así, las redes sociales contraponen una ética de la autenticidad
a la ética de la objetividad.
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