viernes, 17 de mayo de 2019

El Arte De Insultar


Hay quien dice que no se conoce bien un idioma hasta que no se aprenden los insultos y las palabrotas más comunes. Si pudiéramos viajar al pasado, nos encontraríamos con un catálogo de irreverencias y alfilerazos realmente singulares.

Para faltar a alguien en el Siglo de Oro se le llamaba, por ejemplo, bellaco, tiñoso, bufón, chocarrero –de chocarrería, ‘chiste grosero’–, cabestro, capón o chanflón, voz que dicha de una moneda significa falsa, y aplicada a una persona, despreciable.

 En todo caso, quienes alcanzaron el cénit en el arte del improperio fueron los escritores: las pullas que se dedicaban han pervivido en muchas de sus obras. Así, Quevedo, que tuvo encontronazos prácticamente con todos sus coetáneos, llamó a Ruiz de Alarcón corcovilla, aludiendo a su joroba o corcova. Este respondió con una alusión a la cojera del autor de El Buscón: “¿Quién contra todos escribe / escribiendo con los pies?”.

En el libro Inventario general de insultos, de Pancracio Celdrán, un nutrido diccionario de afrentas y palabrotas, aparece citado a menudo Quevedo, así como muchos de sus textos. Por ejemplo, baladrón, ‘quien siendo cobarde blasona de valiente’; echacantos, ‘hombre despreciable’; pellejo, ‘persona ebria’; o chirle, ‘de poco interés, sin gracia’.


 Hay tres de estas palabras gruesas que quizá deberíamos recuperar, siquiera por su gracia y sonoridad: penseque, ‘quien se equivoca por ligereza o descuido’; tagarote, ‘el que se arrima a comer sin ser invitado’, y una de las mejores, zampalimosnas, ‘persona estrafalaria que anda pidiendo limosna’. ¡Qué tío, Quevedo!

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