El mito narrado por Ovidio es archiconocido: El hermoso
Narciso rechaza a Eco, la ninfa que lo pretende y se enamora de su propia
imagen reflejada en un estanque, de tal forma que, al no poder separarse de
ella muere ahogado ahí. La historia se repite hoy en día: muchísimos jóvenes
están mucho más pendientes de sí mismos que de los demás y acaban por ahogarse
en un egoísmo superlativo que
los aleja de una correcta autoestima y de descubrir el valor de los otros como
forma de dar sentido a la vida. Es una idea planteada por José Ignacio
Munilla en una reciente ponencia en un congreso sobre la juventud, que comento
con mis propias palabras.
El narcisismo se manifiesta en la excesiva consideración de
sí mismo, en la idea de que la vida gira en torno a uno mismo, en
que a la hora de la verdad lo que cuenta es estar bien, sentirse bien, pasarlo
bien, y los demás verán qué hacen. Los jóvenes de “última generación” cuando
están “in”, en los momentos de euforia, tienen la pretensión de ser “lo
último”, pero cuando están “out”, en los momentos malos, se sienten víctimas
que no reciben suficiente atención de los demás. Son “mendigos perpetuamente
insatisfechos”. Van por la vida dando tumbos, huyendo hacia adelante, revelando
una incapacidad de descubrir al otro y de comprender sus necesidades.
La contrapartida al narcisismo es la verdadera autoestima o
correcta valoración de sí mismo, la “aceptación humilde de la realidad”, sin
lamentaciones, ni quejas, ni querer cambiarlo todo sin empezar por cambiarse a
sí mismo primero. Munilla dice: “No olvidemos que la autoestima no proviene de
hacer muchas cosas, ni de lograr éxitos, ni de la apariencia física, sino de
saberse amado… Tenemos el riesgo de valorarnos según el juicio ajeno, de
hundirnos por un comentario o por un fracaso, etc. ¡Es un auténtico drama que
nuestro estado de ánimo se parezca a los vaivenes de la bolsa o a la montaña
rusa!”
No se trata de invitar al autodesprecio o a hundirse en el
pesimismo, pero
tampoco de dejase arrastrar por un optimismo ingenuo que desconoce lo que está
pasando alrededor, como
si se habitara en una burbuja aséptica, en la que uno no se entera del dolor,
de la miseria, de la desesperación de la vida de muchos, que tienen que ver con
nosotros más de los que creemos. Al contrario de lo pasa con el avance de la
tecnología, muchos jóvenes van al paso de la tortuga de la aporía de Zenón que
no avanza y parece que nunca llega a la meta.
Lo que sale a relucir es una profunda “herida afectiva”:
tener imagen, buscar aprecio y reconocimiento, afán de figurar, de ser
admirado, de recibir elogios, de tener éxito es mucho más importante que buscar
la plenitud interior, los ideales y metas que requieren un nivel espiritual
para afrontarlos, echar mano del esfuerzo, del sacrificio, de cierta abnegación
y olvido de sí. En lugar de una auténtica búsqueda de la felicidad o de la
realización personal lo que predomina es una hipersensibilidad y un espíritu
crítico ante todo. Para muchos de ellos la cultura es un cuento inútil, la
filosofía no sirve para nada; no hay que pensar demasiado, ni hay que ponerse a
salvar el mundo.
Una salida razonable: la generosidad, la sincera
preocupación por los demás, la solidaridad que invita a ayudar, a servir, a dar
lo mejor de sí en la tarea por vencer los males de la sociedad y del mundo,
recordando con José Ignacio Munilla aquella frase del escritor español Unamumo:
“El que quiere todo lo que sucede, consigue siempre que suceda cuanto quiere.
¡Omnipotencia humana por la aceptación”.
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