La muerte de dios es una
vanidad como otra cualquiera de cualquier hombre en un momento cualquiera de la
historia. Lo curioso es que lo celebremos en masa, dándole muerte a fecha
convenida en una semana a la que llamamos santa porque conmemora la muerte de
un dios.
No parece juicioso asesinar a
ningún dios, y aún menos celebrarlo por toda la eternidad como si fuese lo más
grande que hemos sido y seremos capaces de hacer.
Dioses hay muchos, más que
ganas de asesinar, y no son pocas, por eso no deberíamos gastar fuerzas en esta
tarea en la que sacrificamos al dolor un dios con el que soñamos cerrar las
puertas del cielo para no permitirle parir más dioses, sin querer entender que
los dioses se filtran por debajo de las puertas de todos esos cielos a los que
ansiamos entrar después de cerrar.
Dioses de partos múltiples y
sin comadrona que llueven sobre nosotros todas las primaveras merced a un
espectáculo sangriento, el sacrificio de una divinidad nacida como ellos de
nuestras ganas de que no naciera. Porque, digamos como lo digamos y callemos
como lo callemos no nos gustan los dioses, y no es pecar decirlo ni sentirlo,
es sencillamente clamar por una liberalidad que habría de salvarnos de la
incertidumbre que nos mueve al miedo y del miedo que nos mueve a este infinito parto
de heteróclitos dioses.
Algún día cesarán de caer
dioses del cielo y recogeremos de la tierra el fruto de nuestra verdadera
pasión, la compasión.
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