La responsabilidad es la relación ética con la vida y el mundo efectivo. Cuando asumimos la responsabilidad nos abrimos a la proliferante vida y a la complejidad del mundo efectivo. Cuando eludimos la responsabilidad nos cerramos a esta apertura, nos encaracolamos en el mundo de la representaciones, mundo imaginario, sostenido por las materialidad de las mallas institucionales. La responsabilidad no se la asume, sino se la soslaya, por medio de artificios y retoricas ideológicas, que no alcanzan para cubrir la distancia no recorrida, no abarcada, incluso no visualizada; menos comprendida. De lejos, se ignora el desafío de la existencia y de la vida; hablando de las sociedades orgánicas y particularmente de las sociedades humanas, se ignora el desafío social. Se cree que el edulcorante de ideología basta para dar sentido al caminar en lo desconocido; cuando ésta apenas escudriña su propio acontecer. No entiende que es apenas interpretación anacrónica de una selectiva memoria, que busca legitimar un accionar, que básicamente tiene que ver con el ejercicio del poder.
Como dijimos antes, una manera de eludir la responsabilidad es el desenvolvimiento dramático de la consciencia culpable; se busca culpables para descargar en ellos la causa del mal o la manifestación misma del mal, convirtiéndolos, en este caso, en los efectos del mal. La culpabilización elude la responsabilidad al señalar, anticipadamente, al causante de de la desdicha, del crimen o del delito. Los que lo hacen, los que culpabilizan, no se sienten comprometidos en lo ocurrido; están al margen del crimen o del delito cometido. Otros lo están, otros son los culpables; ellos cargan con el peso del drama y la tragedia. Como si con la conjetura de la existencia de los culpables se resolvieran definitivamente los problemas; sobre todo por la ejecución del procedimiento del castigo o la pena. Cuando el culpable es castigado, se produce la catarsis; se descarga sobre él todo el peso de la Ley, todo el peso demoledor del Estado. Es como una terapia de jueces y verdugos; sobre todo de gobernantes y administradores de justicia. Pero, esta terapia tiene corto alcance; es momentánea; es más un analgésico que una cura. Con el culpable castigado o en la cárcel, la culpa no termina encerrada, pues parte de ella se encuentra en la consciencia desdichada, en el sujeto desgarrado por sus contradicciones insoslayables. Aparecen, fuera de la cárcel otros culpables, a quienes hay que perseguir, encarcelar y castigar. El Estado se convierte en una constante vigilancia, en una omnipresente arquitectura panóptica en expansión, obsesionada por el detalle del control.
Con esta proliferación de culpables, con esta permanente persecución, de nunca acabar, tal parece que la Ley y el Estado llevan las de perder; pues es una historia de nunca acabar. La consciencia culpable de la Ley y el Estado no resuelve su problema encerrando y castigando a los culpables que inventa, pues la desdicha es inherente al contenido mismo del la Ley y a la estructura misma del Estado. Lo que persiguen la Ley y el Estado en el culpable es el malestar de la propia consciencia culpable; malestar de la cultura, malestar de la política, malestar de la administración de justicia, malestar del ejercicio del poder.
El asesinato de Jonathan Quispe, por parte de una represión sañuda contra la movilización de la UPEA, que demanda un mayor presupuesto, ha evidenciado comportamientos de la consciencia desdichada del gobierno clientelar. La primera “hipótesis”, si se puede nombrarla así, abusando del término, del gobierno fue que los mismos estudiantes, en un descuido, al activar un petardo cargado con una canina, mataron a su compañero. “Hipótesis” que se caía en el mismo momento de emitirla, pues no se sostenía por ningún lado y de ninguna manera. Cuando la UPEA demostró, recurriendo a cámaras de seguridad, que Jonathan se encontraba vivo y corriendo después de la detonación del susodicho petardo, que, además fue alcanzado por un proyectil, que herido corrió a refugiarse en un callejón, momentos antes de desvanecerse, el gobierno sacó del bolsillo otra estrambótica interpretación: que fue asesinado en la vivienda donde se refugió. La autopsia extrajo la canica que le atravesó el pecho y le perforó el pulmón, causando la muerte por desangramiento interno. La policía utiliza canicas para hostigar las movilizaciones, lastimando el cuerpo con la contundencia del impacto. La mala suerte fue que el ángulo de penetración, la velocidad del proyectil, la proximidad del disparo, además de que posiblemente la víctima se encontraba corriendo en sentido contrario al proyectil, hizo que la fatalidad se explaye en su ritualidad macabra. Al encontrarse develado el gobierno en su sinuosa invención pavorosa de explicaciones sin sostenibilidad, por último culpabiliza a un subteniente, que portaba una escopeta, como otros de sus camaradas. Dice el ministro de gobierno que el subteniente “actuó autónomamente”, sin permiso ni cumplir con el reglamento del caso. ¿Un policía actúa “autónomamente” en una represión? La policía es una institución de mandos jerárquicos y unificados, además de contar con espíritu de cuerpo, como se dice, y de estar entrenados para hacerlo coordinadamente. El gobierno represor al encontrar un culpable en otro joven, esta vez de uniforme, cree poder eludir su responsabilidad con esta puesta en escena. La responsabilidad de la muerte de Jonathan es del gobierno clientelar y represor, al dar la orden de represión contra la movilización, al optar por una escalada de violencia, descartando el diálogo.
En el desenlace trágico de lo ocurrido en la ciudad de El Alto, hay dos jóvenes convertidos en objeto de la culpabilización; Jonathan por haberse movilizado contra el gobierno, el subteniente por haber disparado su escopeta, cargada con una canica. El subteniente estaba ahí, en el lugar de la tragedia, por órdenes de sus superiores; Jonathan estaba ahí porque peleaba por un mejor presupuesto para su universidad pública, para garantizar la educación pública y gratuita, como establece la Constitución. Si la sociedad acepta esta comedia gubernamental, esta manera de eludir su responsabilidad, culpabilizando a un subteniente que obedecía órdenes superiores, que, a su vez, obedecían órdenes del gobierno, es que también elude su responsabilidad ante la vida y el porvenir de la sociedad. Todo quedaría ahí, como si se hubiera disparado contra Jonathan a quemarropa y con premeditación, cuando el suceso trágico se desencadenaba por el ejercicio mismo de la represión gubernamental. Tendríamos un culpable preso, una víctima asesinada, mientras que el gobierno habría logrado eludir su responsabilidad; también la sociedad misma.
La responsabilidad para con la vida y la sociedad, al ser una relación ética, se opone a la violencia, como descarga de las relaciones de dominación. La responsabilidad busca el desenvolvimiento de la potencia de la vida y de la potencia social, evitar que se inhiba la potencia por el ejercicio del poder y las formas desenvueltas de las dominaciones polimorfas. La responsabilidad exige parar el despliegue de la violencia, la escalada de la violencia, que desencadena el derrotero de los dramas y los desenlaces trágicos. No es responsable caer en las oscilaciones pendulares, que otorgan el privilegio de los mandos a unos y otros, que se presentan como opuestos, incluso enemigos, hasta antagónicos. Unos acusan a los otros de culpables; consideran que los enemigos son la causa de los males que sufre el país; sin embargo, con la culpabilización encubren su manera de eludir la responsabilidad, pues al culpabilizar deslindan toda responsabilidad y concomitancia con el acontecer. Como lo dijimos carias veces, los enemigos son cómplices, a pesar de jurarse acabar con el contrario, pues se necesitan para legitimar su ubicación en la situación de la contradicción política. Ambos se necesitan para legitimar sus recorridos por el círculo vicioso del poder.
La responsabilidad de la sociedad es parar la locomotora desbocada, que se encamina al descarrilamiento fatal. Es parar las genealogías y hermenéuticas de la violencia. La violencia no es ningún método apropiado para solucionar problemas; al contrario, forma parte del problema atingente; lo prolonga y lo exalta, llevando a callejones sin salida. ¿Cómo parar el desenvolvimiento desenfrenado de la violencia? Se requiere suspender los mecanismos desencadenantes de la violencia, suspender los mecanismos en funcionamiento de las dominaciones. No es adecuado seguir buscando culpables; al hacerlo se atiza el fuego, se persiste en las genealogías del poder y en las recurrencias a la violencia. Ahora bien, para hacerlo, para estar en condiciones de hacerlo, es necesaria la madurez social y del pueblo; esto es, el uso crítico de la razón. Los pueblos tienen que hacerse cargo de sí mismos; tienen que ser capaces de autogobernarse; esto es, de ejercer la democracia en pleno sentido de la palabra. No seguir delegando sus voluntades singulares a la llamada voluntad general, que corresponde a la voluntad de dominación de la clase política; no delegar su representación a los “representantes del pueblo”, que son los que usan la representación para legitimar la dominación de los gobernantes y representantes sobre el pueblo.
A las puertas de nuevas movilizaciones sociales, es menester evitar que las mismas terminen sirviendo de catapulta a nuevas o viejas élites gobernantes y nuevos ricos; lo hagan a nombre de un discurso u otro, de una ideología u otra. La potencia social no puede volver a ser usurpada por un sector u otro de la clase política, que es la que monopoliza la administración estatal. La tarea difícil: es romper y salir del círculo vicioso del poder. Hacer lo que ninguna revolución ha hecho hasta ahora.
Inaugurar no solo una nueva era civilizatoria, sino comenzar desde otra situación y condiciones de posibilidad otras proyecciones sociales; esta vez de reinserción con los ciclos vitales del planeta.