lunes, 1 de abril de 2019

La Carga Adicional De Los Mortales

Hay como dos seres en nosotros: uno profundo, que es nuestro ser verdadero, y otro superficial, que es lo que creemos que somos y que, en realidad, no somos. El primero es el que hemos recibido al nacer, el segundo es el que los padres, la familia, la sociedad, el entorno nos han fabricado.

El primero es pura espontaneidad, el otro es el que se ha ido haciendo para encajar en el ambiente, para hacerse aceptar por los demás, para hacerse amar. El primero es libre, el segundo es más o menos esclavo. El primero pertenece al meollo de la persona, a su centro, a su alma, a su “corazón”, a su raíz; el otro pertenece al mundo de los sentidos y de la mente. Éste es el siervo inconsciente que, pensando estar solo, ha dejado al amo encerrado en la oscuridad del sótano y se ha quedado dueño de casa.

En su ser profundo uno ES, en el otro ESTÁ.

Entre los dos está la conciencia. La conciencia es como un ojo libre e independiente que hace que uno no sea un ente. Es el instrumento que nos permite ver y elegir. La conciencia no es el yo. No debería identificarse con el ser profundo o el ser superficial, pero, en la práctica, está muy enredada con éste último, debido a la casi total ignorancia que tenemos respecto a nuestra identidad profunda y verdadera.

Es un hecho fácil de comprobar que la conciencia que cada ser humano tiene de sí mismo no supera mucho la información que recibe de los sentidos. ¿Qué dicen los sentidos? Que tú eres así o asá… 

Describe tu personalidad, tu apariencia, tus hábitos, tus inclinaciones, tus afectos, tus sueños, tus emociones, tus ideales, tus sentimientos y, por allí, algo de tus intuiciones, como si tú fueras la suma de todas esas cosas. Pero no es así en absoluto; todo aquello es tuyo, por cierto, pero nada de ello es lo que tú eres. Si bien cada uno tiene una personalidad propia, nadie se reduce a esa personalidad, ni mucho menos.

Constantemente solicitada por el mundo mental y emocional, la conciencia queda a la merced del yo superficial. Poca información recibe del ser profundo porque éste está como ahogado o amordazado por el otro. Pero la conciencia no deja de intuir que hay algo más en lo profundo del ser, y por eso casi nunca está tranquila o satisfecha. Sin saber por qué…

Se nos ha enseñado que nacimos como materia bruta que la educación, la cultura, la civilización y la religión se encargan de ir puliendo en el transcurso de los años con el propósito de hacer de nosotros personas más o menos humanas, adaptadas a la sociedad y aceptables para Dios. ¡Nada más equivocado! Somos todo lo contrario de eso. No somos materia bruta. Somos libertad, imaginación, creatividad, gratuidad, sabiduría, amor, belleza y muchísimo más. Somos, según dice la misma Biblia, imagen de Dios.

Así nacimos y ése es nuestro ser profundo, nuestro ser verdadero. Por supuesto, ese tesoro, que está muy dentro de nosotros, no nació desarrollado; había que hacerlo crecer de chiquito a grande. Pero ¿qué pasó? En vez de ser desarrollado, ha ido achicándose cediendo todo el espacio al ser exterior. Pues fuimos criados antes que nada para que nos amoldemos a la sociedad. Para que seamos útiles, capaces de competir y de satisfacer las ambiciones de la familia, de la nación, de la raza o de la religión. Todo el misterio que éramos quedó en gran parte asfixiado.

Los modelos de aquellos que habían logrado desarrollar su ser interior quedaron fuera de alcance. Eran excepciones. Lo normal era lo otro. Y dijeron que eso era lo que Dios quería: que fuéramos obedientes, pacíficos y perfectos; que no causáramos problemas a nadie, que sirviéramos las metas de la sociedad, y trajéramos honor y, de ser posible, prosperidad a la familia, a la patria y a la Iglesia.


La vida era un deber, una carga, una responsabilidad, una moral. Venimos al mundo para cumplir un papel asignado por la sociedad. Si no, no merecíamos vivir. Nacimos libres, pero ni bien salimos del vientre de la madre, nos hicieron esclavos.

 Desde ese momento empezamos a fingir, a mentir, a edificar nuestra vida, no sobre lo verdadero, sino sobre lo que iba a gustar a los demás, con un solo fin de poder gozar del derecho de vivir…

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