Pareciera ser, a
primera vista, que no habría mucha diferencia entre quien lee y quien no lo
hace frecuentemente. Pero es sólo un engaño. Las diferencias son bastante
grandes y notorias. En primer lugar, quien lee aumenta su cultura, la hace
sólida si es endeble y la enriquece cada vez más.
Quien permanece
ajeno a los libros, por el motivo que sea, también es cómplice de su
ignorancia, que se acrecienta a medida que sigue huyendo de las páginas
escritas.
En segundo lugar,
la lectura aporta un panorama más amplio para el desarrollo de las propias
ideas y fomenta una actitud crítica, pero no en sentido negativo, sino
positivo, ya que remueve los preconceptos e instala la necesidad de contrastar
unos datos y otros, algunos más veraces y otros, pobres y caducos.
Quien lee no cree
lo primero que escucha, al menos tiene un cierto bagaje cultural que matiza
cualquier intento de absolutismo respecto a ciertos temas.
En tercer lugar, la
lectura es fuente de conocimientos. La falta de lectura, por el contrario,
adormece el espíritu y la inquietud intelectual. Pero, tampoco es suficiente
con ser un devorador de libros, ya que se puede leer mucho pero mal.
Es decir:
siempre se debe buscar, mediante el consejo de alguien o guiados por el propio
sentido común, las lecturas que favorezcan el desarrollo personal, que son
todas aquellas que no están reñidas ni con la moral ni con la ética, ni
menosprecien el valor individual de las personas ni sus creencias.
Hay personas que, a
fuerza de consumir basuras editoriales, que las hay y muchas, han hecho de su
intelecto un refugio para las ideas más depravadas y siniestras. No hay que
leer cualquier cosa, hay que leer siempre con un criterio determinado para cada
circunstancia.
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