lunes, 19 de febrero de 2018

Apoderados De La Razón



Vivimos en una sociedad que ha desterrado la necesaria posibilidad de estar equivocado, de errar y de, por qué no, aceptar la probabilidad del fracaso en aquello que se comienza. Todo se nos debe ofrecer y todo ha de ser conseguido sin asomarnos a la posibilidad de lo contrario, pues se nos ha inoculado de manera incesante el axioma que obliga a la vida a hacernos perennemente felices por la única razón de creernos merecedores de ello.

De un tiempo a esta parte, el discurso político-social se ha radicalizado, y no sólo en estas vertientes, sino que lo ha hecho en cualquier lugar donde la sociedad haya colocado su imperfecta presencia. Hemos elevado nuestras causas a los altares de las verdades irrefutables que no pueden, bajo ningún concepto, dar espacio a lo contrario.

Nuestras costumbres se han convertido en muchos casos, en sesgos de opinión por las cuales nos identificamos en la pertenencia a un grupo con el que compartimos sentimientos, ideales, retórica y objetivos. 

En caso de no ejercitar el sentido común, este alineamiento natural puede desembocar en la posibilidad de diluir nuestra capacidad de discernimiento individual gracias a una lobotomización asumida de manera consciente o inconsciente, al pertenecer a un grupo ungido por la gracia de tener toda la razón. Porque si algo queda patente en esta sociedad del aquí y el ahora, es que todos, absolutamente todos, tenemos razón.

Abrirnos a la duda es una acción temeraria para nuestra seguridad intelectual y sentimental, por lo que representa una seria amenaza para nuestro ego individual y para el que une a movimientos, colectivos, asociaciones, partidos políticos o clubes de toda índole. Quien decida optar por el camino de dudar sobre uno mismo, empezará a encontrar todo un abanico de probabilidades de progreso contra el estatismo que representa el convencimiento visceral de la supremacía que otorgamos a nuestras ideas, sensibilidades y razonamientos. 

El espinoso camino del escepticismo nos enseña, a base de humildad y un doloroso distanciamiento, que poner en cuestión los valores y puntos de vista ajenos es tan fácil como difícil es hacerlo con los propios.

La base de nuestra inflexibilidad a la hora de mover posiciones ideológicas, se resume en la eficaz afirmación de Bertrand Russell al emitir que la filosofía es siempre un ejercicio de escepticismo. Pero la filosofía ha sido atrozmente condenada al desuso y el olvido aun siendo la mejor y más necesaria herramienta de la que disponemos para forjar el bien común.

Y es que nos negamos taxativamente a que alguien con más clarividencia, conocimiento o retórica cargada de materia, sabiduría y experiencia pueda evidenciar nuestra equivocación dándonos un punto de vista diferente de aquella premisa que ha calado en nuestro convencimiento hasta convertir la causa en una materia inamovible, insustituible y de intachable veracidad y pulcritud.

Cualquier conflicto que se desarrolla en la faz de la tierra, desde una disputa entre hermanos por una herencia, una discusión en el patio de un colegio o una cancha deportiva hasta el estallido de la mismísima segunda guerra mundial, tiene un origen común que es intrínseco a la propia y volátil naturaleza humana: 

La absoluta necesidad de tener razón, que a la vez emana de la sensación que nos invade al creernos víctimas de una injusticia vital que se transforma en una energía de ofensa egotista.


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