Vivimos en una sociedad que ha desterrado la necesaria
posibilidad de estar equivocado, de errar y de, por qué no, aceptar la
probabilidad del fracaso en aquello que se comienza. Todo se nos debe ofrecer y
todo ha de ser conseguido sin asomarnos a la posibilidad de lo contrario, pues
se nos ha inoculado de manera incesante el axioma que obliga a la vida a
hacernos perennemente felices por la única razón de creernos merecedores de
ello.
De un tiempo a esta parte, el discurso político-social se ha
radicalizado, y no sólo en estas vertientes, sino que lo ha hecho en cualquier
lugar donde la sociedad haya colocado su imperfecta presencia. Hemos elevado
nuestras causas a los altares de las verdades irrefutables que no pueden, bajo
ningún concepto, dar espacio a lo contrario.
Nuestras costumbres se han convertido en muchos casos, en
sesgos de opinión por las cuales nos identificamos en la pertenencia a un grupo
con el que compartimos sentimientos, ideales, retórica y objetivos.
En caso de
no ejercitar el sentido común, este alineamiento natural puede desembocar en la
posibilidad de diluir nuestra capacidad de discernimiento individual gracias a
una lobotomización asumida de manera consciente o inconsciente, al pertenecer a
un grupo ungido por la gracia de tener toda la razón. Porque si algo queda
patente en esta sociedad del aquí y el ahora, es que todos, absolutamente
todos, tenemos razón.
Abrirnos a la duda es una acción temeraria para nuestra
seguridad intelectual y sentimental, por lo que representa una seria amenaza
para nuestro ego individual y para el que une a movimientos, colectivos,
asociaciones, partidos políticos o clubes de toda índole. Quien decida optar por
el camino de dudar sobre uno mismo, empezará a encontrar todo un abanico de
probabilidades de progreso contra el estatismo que representa el convencimiento
visceral de la supremacía que otorgamos a nuestras ideas, sensibilidades y
razonamientos.
El espinoso camino del escepticismo nos enseña, a base de
humildad y un doloroso distanciamiento, que poner en cuestión los valores y
puntos de vista ajenos es tan fácil como difícil es hacerlo con los propios.
La base de nuestra inflexibilidad a la hora de mover
posiciones ideológicas, se resume en la eficaz afirmación de Bertrand Russell
al emitir que la filosofía es siempre un ejercicio de escepticismo. Pero la
filosofía ha sido atrozmente condenada al desuso y el olvido aun siendo la
mejor y más necesaria herramienta de la que disponemos para forjar el bien
común.
Y es que nos negamos taxativamente a que alguien con más
clarividencia, conocimiento o retórica cargada de materia, sabiduría y
experiencia pueda evidenciar nuestra equivocación dándonos un punto de vista
diferente de aquella premisa que ha calado en nuestro convencimiento hasta
convertir la causa en una materia inamovible, insustituible y de intachable
veracidad y pulcritud.
Cualquier conflicto que se desarrolla en la faz de la
tierra, desde una disputa entre hermanos por una herencia, una discusión en el
patio de un colegio o una cancha deportiva hasta el estallido de la mismísima
segunda guerra mundial, tiene un origen común que es intrínseco a la propia y
volátil naturaleza humana:
La absoluta necesidad de tener razón, que a la vez
emana de la sensación que nos invade al creernos víctimas de una injusticia
vital que se transforma en una energía de ofensa egotista.
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