En todas las
organizaciones hay estúpidos.
Aquí, ya habrá
algunos de ustedes revolviéndose en sus asientos pensando que esta es una consideración
de alguien que se siente por encima de los demás.
Lamento defraudarlos, pero no
es así. También yo soy estúpido a veces (aunque trate de no serlo y escriba
sobre ello).
Generalmente ocurre
que, cuando alguien toma una cuota de poder, comienza a pensar más en sus
necesidades que en las del resto, y orienta parte de su labor a satisfacerlas.
Por supuesto, la
gente en relación con uno está haciendo su tarea lo mejor que puede, pero
seguramente, siguiendo otros objetivos que difieren de los nuestros, al menos,
en lo que a nuestros deseos personales se refiere, o no lo está haciendo de la
manera que esperamos, pero que nunca comunicamos como correspondía.
Allí es donde
normalmente se muestra la estupidez.
Miradas
reprochadoras e incluso furiosas, gestos de desagrado, frases hirientes, y
cuando no, algún grito destemplado o insultos, que les dedicamos fervorosamente
a aquellos que no obran según nuestro leal saber y entender.
Todas cosas que
desmotivan, y rebajan a nuestros colaboradores a meros espectadores
maltratados.
Todos bajo ciertas
circunstancias tenemos esos arranques de estupidez, es decir, perdemos la
compostura y nos transformamos en personas desagradables.
Eliminar la
estupidez no implica eliminar los conflictos, desavenencias, rispideces o
fricciones en nuestras relaciones.
Se basa sí, en respetar las diferencias, no
rebajar a los otros ni llevar los problemas al terreno personal.
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