Ser y parecer. En la
experiencia moral hay, entre otras, dos clases de individuos. Quienes se ocupan
de las acciones y los que se preocupan por las actuaciones.
Jean-Jacques
Rousseau se lamentaba, en su tiempo, del triste espectáculo que a su parecer
ofrecía la humanidad, deslumbrada por las Luces del gran carnaval de la
historia, mientras él, cegado por ellas, advertía conturbado como el civismo
«pérfido» y las costumbres sociales sólo dibujaban máscaras y proyectaban
sombras deformantes: «Nadie se atreve ya a parecer lo que es».{*}
Apariencia y
realidad forman acaso la pareja conceptual más convocada en la historia de la
filosofía, desde sus inicios hasta el presente; sin desmerecer el valor de
otros combinados no menos potentes: ser y devenir; razón y pasión; el bien y el
mal; verdad y falsedad; Dios y hombre; naturaleza y cultura;
Ser o parecer. En la vida hay
dos clases de individuos. Están quienes, conscientes de sus carencias, no las
contemplan como faltas, sino más bien como espacios libres, siendo capaces de
actuar -aplicarse a la acción- a fin de prosperar en ese inabarcable itinerario
que es la existencia. Pero, también los hay que no parecen de este mundo,
porque no se reconocen en él (ni tampoco a sí mismos), su actuar -abandonarse a
la representación- no brota de la energía propia de la acción, y hacen estragos
con su mareante aparecer y desaparecer en el escenario de la vida, consumando
una interpretación de personajes tan variados que no sabemos en realidad quién
de entre todos es en verdad, y resulta que ellos tampoco desean saberlo, pues
temen ser y que sepamos lo que son.
En el fondo, los
hombres somos todos tan parecidos entre sí que no nos reconocemos. Surgimos del
mismo punto y nos perdemos en líneas de recorridos tan dispares que terminan
extraviándose en el horizonte, porque jamás se encuentran. Unos con acciones,
otros con actuaciones (a veces con ambas), todos, criaturas del tiempo, deseamos
dejar una herencia: la herencia del recuerdo.
Todos, sí, sin excepción,
queriendo dejar un rastro de nuestro transcurrir, perpetuando la memoria para
así, tal vez, hacerla eterna.
¿Cómo construimos
la memoria, la de cada cual? Memorizamos la vida haciendo memoria y haciéndola
memoria. De este modo, creemos haber sintetizado el pasado y el futuro. Con
vistas a esa necesidad de ser recordado, algunos olvidan un requisito básico
sin el cual las intenciones y los proyectos son fútiles: la vida es vivida por
uno mismo con los demás (compartiéndola con ellos), pero no para los demás
(mirando por ellos, para que nos miren a su vez).
Comprobamos así que
en la memoria de la existencia hay, pues, dos modos de conducirse: 1)
entendiendo nuestra vida y nuestro ser como queremos que sea vivida, y cómo nos
vemos en ella; 2) haciendo de nuestra vida una función para que los demás nos
vean y juzguen, asumiendo sin recato que somos lo que los otros resuelven que
seamos.
Es posible encontrar un correlato inocultable en este enfrentado duelo:
la percepción de la muerte. Sucede que quien vive para sí odia la muerte porque
clausura la vida; el que vive para el otro teme la muerte porque tras ella
sospecha ser borrado (vale decir también, «enterrado») por ellos.
Dedicar la
vida a levantar la memoria o empeñar la vida en que los otros nos recuerden. He
aquí la bifurcación existencial que conduce al mérito de la gloria o al crédito
de la fama.
Unos cobran la fama y otros
cardan la lana. Todo tiene un precio, y aquél que fomenta la simulación, actúa
en nombre de la fama, la vocea y la publicita, de ella y en ella vive; es el
que promueve la suplantación y la representación escénica; es el que cobra la
fama. Porque están los que disfrutan la fama y quienes la padecen: tienen mala
fama. Aquel que se limita a laborar y a ocuparse de sus asuntos, sigue los
pasos de la discreción y la coherencia, sin abandonarse a la estéril
explicación redundante o la justificación lisonjera, más que ganarse la fama,
suele pagar por ella. El sólo trabajar y hacer, corre el riesgo de contraer
mala fama, al dar (mal) ejemplo y poner en evidencia a los demás; es el que
carda la lana.
En nuestros días, la
inmortalidad es más breve que antaño. También la eternidad se ha vuelto menos
duradera. Son estos tiempos tan veloces que no dan tiempo ni para poder
captarlos con un mínimo de fijeza.
Y es que la auténtica atención precisa (sin
prisa) de la detención de los acontecimientos para poder concentrarse en lo que
uno hace.
No hay comentarios:
Publicar un comentario