martes, 13 de febrero de 2018

Ser O Parecer


Ser y parecer. En la experiencia moral hay, entre otras, dos clases de individuos. Quienes se ocupan de las acciones y los que se preocupan por las actuaciones.

Jean-Jacques Rousseau se lamentaba, en su tiempo, del triste espectáculo que a su parecer ofrecía la humanidad, deslumbrada por las Luces del gran carnaval de la historia, mientras él, cegado por ellas, advertía conturbado como el civismo «pérfido» y las costumbres sociales sólo dibujaban máscaras y proyectaban sombras deformantes: «Nadie se atreve ya a parecer lo que es».{*} 

Apariencia y realidad forman acaso la pareja conceptual más convocada en la historia de la filosofía, desde sus inicios hasta el presente; sin desmerecer el valor de otros combinados no menos potentes: ser y devenir; razón y pasión; el bien y el mal; verdad y falsedad; Dios y hombre; naturaleza y cultura; 

Ser o parecer. En la vida hay dos clases de individuos. Están quienes, conscientes de sus carencias, no las contemplan como faltas, sino más bien como espacios libres, siendo capaces de actuar -aplicarse a la acción- a fin de prosperar en ese inabarcable itinerario que es la existencia. Pero, también los hay que no parecen de este mundo, porque no se reconocen en él (ni tampoco a sí mismos), su actuar -abandonarse a la representación- no brota de la energía propia de la acción, y hacen estragos con su mareante aparecer y desaparecer en el escenario de la vida, consumando una interpretación de personajes tan variados que no sabemos en realidad quién de entre todos es en verdad, y resulta que ellos tampoco desean saberlo, pues temen ser y que sepamos lo que son.

En el fondo, los hombres somos todos tan parecidos entre sí que no nos reconocemos. Surgimos del mismo punto y nos perdemos en líneas de recorridos tan dispares que terminan extraviándose en el horizonte, porque jamás se encuentran. Unos con acciones, otros con actuaciones (a veces con ambas), todos, criaturas del tiempo, deseamos dejar una herencia: la herencia del recuerdo. 

Todos, sí, sin excepción, queriendo dejar un rastro de nuestro transcurrir, perpetuando la memoria para así, tal vez, hacerla eterna.

¿Cómo construimos la memoria, la de cada cual? Memorizamos la vida haciendo memoria y haciéndola memoria. De este modo, creemos haber sintetizado el pasado y el futuro. Con vistas a esa necesidad de ser recordado, algunos olvidan un requisito básico sin el cual las intenciones y los proyectos son fútiles: la vida es vivida por uno mismo con los demás (compartiéndola con ellos), pero no para los demás (mirando por ellos, para que nos miren a su vez).

Comprobamos así que en la memoria de la existencia hay, pues, dos modos de conducirse: 1) entendiendo nuestra vida y nuestro ser como queremos que sea vivida, y cómo nos vemos en ella; 2) haciendo de nuestra vida una función para que los demás nos vean y juzguen, asumiendo sin recato que somos lo que los otros resuelven que seamos. 

Es posible encontrar un correlato inocultable en este enfrentado duelo: la percepción de la muerte. Sucede que quien vive para sí odia la muerte porque clausura la vida; el que vive para el otro teme la muerte porque tras ella sospecha ser borrado (vale decir también, «enterrado») por ellos. 

Dedicar la vida a levantar la memoria o empeñar la vida en que los otros nos recuerden. He aquí la bifurcación existencial que conduce al mérito de la gloria o al crédito de la fama.

Unos cobran la fama y otros cardan la lana. Todo tiene un precio, y aquél que fomenta la simulación, actúa en nombre de la fama, la vocea y la publicita, de ella y en ella vive; es el que promueve la suplantación y la representación escénica; es el que cobra la fama. Porque están los que disfrutan la fama y quienes la padecen: tienen mala fama. Aquel que se limita a laborar y a ocuparse de sus asuntos, sigue los pasos de la discreción y la coherencia, sin abandonarse a la estéril explicación redundante o la justificación lisonjera, más que ganarse la fama, suele pagar por ella. El sólo trabajar y hacer, corre el riesgo de contraer mala fama, al dar (mal) ejemplo y poner en evidencia a los demás; es el que carda la lana.


En nuestros días, la inmortalidad es más breve que antaño. También la eternidad se ha vuelto menos duradera. Son estos tiempos tan veloces que no dan tiempo ni para poder captarlos con un mínimo de fijeza. 

Y es que la auténtica atención precisa (sin prisa) de la detención de los acontecimientos para poder concentrarse en lo que uno hace.

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