No aceptar nuestras propias carencias tiene consecuencias
limitantes en nuestra relación con los demás y con nosotros mismos.
Nuestra valía como personas desde la exigencia, se sostiene
con alfileres y nos orienta hacia una imagen idealizada de lo que “deberíamos
ser”. Esto produce un gran desgaste, ya que la relación que establecemos
con nosotros mismos se convierte en una lucha incesante en la que no hay
tregua: “deberías de…” “tendrías que…” “si no haces esto o aquello eres un…”,….
Con respecto a la relación que establecemos con los demás,
esta entelequia nos lleva a manifestarnos como alguien que no somos,
escondiendo aquello que no aceptamos de nosotros mismos. Desde esta perspectiva
limitante, cuando tenemos frente a nosotros alguien que posee aquello de lo que
nosotros carecemos, se despierta la envidia y el rechazo. Por tanto, ni somos
honestos al no mostrar nuestra verdadera naturaleza, ni vemos al otro (sólo
vemos aquello de lo que carecemos).
Quienes no pueden aceptar sus carencias están presos de la
lógica del todo o nada, es decir, si no puedo todo, no valgo nada. En cambio,
quienes aceptan sus carencias, están en paz consigo mismos y pueden disfrutar
de más ocasiones de placer. No invierten todas sus energías en mostrase
“perfectos” (tarea imposible), sino que aprenden a buscar la satisfacción en
otras fuentes, aquellas que les permiten explotar sus potencialidades. La
parcialidad posible siempre es más satisfactoria que pretender lo absoluto
inalcanzable.
Las víctimas del ideal de perfección son personas que viven
la vida con ansiedad, que no cesan en su empeño por tener una “silueta diez”,
poseer más y más conocimientos, más bienes, más poder,… La frase que resume
este estado de búsqueda incesante de la perfección es “nunca es
suficiente”. Cuando se llega al objetivo marcado (perder 5 kg, hacer un nuevo
máster, ganar un sueldo extra,….) de nuevo la meta se aleja para
dejar una sensación de frustración y vacío enorme. Esta es una búsqueda sin
final, porque la verdad es que la perfección no existe, es un ideal, no una
realidad. Miento… la perfección es precisamente saberse y conocerse, y aceptar
esta realidad “perfecta”, sin aditivos ni conservantes.
Todo esto no quiere decir que renunciemos a evolucionar, a
mejorar ciertos aspectos de nosotros mismos. Pero, evolucionar como personas es
diametralmente opuesto a destruirnos por un ideal. Esto último es algo
impuesto. Impuesto por nosotros mismos, para satisfacer a una sociedad que
predica ideales de perfección, para satisfacer a nuestros padres, a nuestros
amigos,…, en definitiva, para sentirnos aceptados. La aceptación…., a veces se
parece tanto a sentirnos queridos…, que nos volvemos adictos a ella. ¿Cuál es
el coste?
Nos esclavizamos cuando decretamos que no somos
suficientemente bellos si no pesamos x kilos, o que no somos suficientemente
buenos en nuestro trabajo si no ganamos x dinero,… La libertad se obtiene desde
la elección, no desde la imposición de cánones establecidos.
Reconocer nuestros propios límites y que no podemos con
todo, no nos convierte en menos valiosos, sino que nos capacita para pedir y
aceptar ayuda sin sufrir por ello. Quienes luchan por abarcarlo todo y
pretenden hacerlo además maquillados con una sonrisa, están
condenados a la frustración y la impotencia. El ideal de omnipotencia limita a
la persona y la aleja de la realidad, empobreciéndola, al dejarla constreñida
en su propia fantasía.
Quien es exigente consigo mismo, también lo es con los
demás. Esto se hace muy evidente en las relaciones de pareja. Así, quienes
tienen un concepto idealizado de cómo habrían de ser ellos mismos, también lo
tienen respecto a la pareja. Y aquí es donde le exigimos al otro que cambie
para que pueda encajar en nuestro ideal.
En este caso, igualmente, matizamos que en una relación
siempre se generan ajustes, pero es esencial que se haga desde la libertad de
cada uno.
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