Si lo ha intentado alguna vez no creo que lo
haya conseguido, pues, aunque intentemos evitarlo es muy difícil, si no
imposible, detener el pensamiento del mismo modo que detenemos la imagen del
televisor presionando el botón de pausa.
Otra cosa es dejar de pensar en algo
concreto. Eso sí es posible y mucho más fácil, pero si intentamos dejar de
pensar por completo, el intento mismo ya es una forma de pensamiento. No
podemos parar al cerebro, detenerlo en su inercia pensante. Lo que muchas veces
llamamos quedarse en blanco, nunca es un blanco perfecto. Siempre hay algo en
nuestro pensamiento, simple o complejo,
más estático o más dinámico, quizá
nunca completamente estático, salvo cuando dormimos sin soñar o cuando nos
anestesian en un quirófano.
El cerebro no se para nunca pues, mientras
funcione, estamos pensando de un modo u otro. Una mente sin pensamientos tiene
poco sentido, sería algo así como un recipiente vacío y, por tanto, un mero
adorno.
Por un lado, los pensamientos pueden ser queridos,
voluntarios, como cuando razonamos intencionadamente sobre algo, o cuando
soñamos despiertos imaginando que pasan determinadas cosas, sean buenas o
malas. De forma intencionada podemos pensar en que nos ha tocado la lotería, o
dejar de pensar en que se acaban las vacaciones. Sin embargo, ¡ay!, cuando los
pensamientos están impregnados de emociones, entonces difícilmente podemos
evitarlos.
Entonces nos acosan y se nos imponen. Cuando temo el resultado de
una prueba médica no puedo dejar de pensar en ello por mucho que lo intente.
Pero el pensamiento es otras veces errante, vago y aleatorio, influido por
percepciones momentáneas, por los estímulos exteriores que afrontamos en cada
momento. Influido también, sin que lo sepamos, por la actividad inconsciente
del cerebro, algo que no tenemos por qué considerar pensamiento propiamente
dicho.
Sabemos muy bien a qué nos referimos ordinariamente
cuando hablamos de pensar, no obstante, más difícil es tratar de definir el
pensamiento mismo. ¿Qué es, cuál es su naturaleza? Utilizamos el término en
muchos sentidos, incluidos algunos incongruentes y poco científicos. Hablamos
de personas que piensan poco o mucho, que piensan bien o mal, o incluso de
gente que no piensa.
Curiosamente, en ambientes académicos o intelectuales se
suele hablar también de aprender a pensar, como si el pensar fuera algo que hay
que aprenderlo, igual que el hablar o el andar. Ese lenguaje es básicamente
erróneo porque el pensamiento se nos impone, es decir, surge espontáneamente y
se modula con la estimulación ambiental cuando el cerebro madura en el recién
nacido.
Antes incluso de nacer, el feto ya puede tener ciertas formas de pensamiento
basadas en los estímulos que recibe. No tenemos que aprender a pensar, pues
nacemos genéticamente dotados para ello. Otra cosa es aprender a pensar de un
modo particular sobre algo, o a razonar convenientemente sobre determinadas
cosas.
Una definición científica del pensamiento es la que
lo considera como la actividad mental, y, por tanto, cerebral, que tiene lugar
en ausencia de la cosa misma sobre la que se piensa. Cuando contemplamos un
paisaje u oímos una melodía las primeras impresiones que invaden nuestra mente
son de luces, colores, formas o sonidos. Son sensaciones inmediatas que, según
dicha definición, no son todavía pensamiento. El pensamiento surge cuando nos
ponemos a razonar sobre esas sensaciones, es decir, cuando empezamos a reconocerlas,
valorarlas, compararlas con información almacenada en la memoria o tomar
decisiones sobre ellas o a partir de ellas.
Tal como lo concebimos no es fácil
discernir el momento en que la sensación se convierte en pensamiento, pero sí
podemos decir que cuando reconocemos las cosas que vemos u oímos las
sensaciones ya se han convertido en percepciones y eso ya es una primera forma
de pensamiento. Éste se hace especialmente profundo, implicando una gran
actividad cerebral, cuando hacemos cosas complejas, como resolver problemas
matemáticos o dilemas morales.
La pléyade de estímulos de toda índole que nos
invade en el mundo moderno hace que nuestro cerebro se vuelva adicto a los
mismos, es decir, hace que se convierta en un órgano al que no le bastan sus
propios pensamientos y necesite ser estimulado por doquier. De ello da fe un
experimento reciente de la Universidad de Virginia en Estados Unidos, donde el
psicólogo social Timothy Wilson sometió a un buen número de estudiantes
universitarios y a otros voluntarios a sesiones de entre seis y diez minutos,
en una habitación pobremente ambientada o en sus propias casas, en las que
tenían que quedarse a solas con sus propios pensamientos, sin compañía de
ningún objeto o aparato estimulador o distractor, como móviles, ordenadores o
incluso bolígrafos. El resultado fue que esa experiencia resultó tan
desagradable para el sesenta y siete por ciento de los hombres y el veinticinco
por ciento de las mujeres que muchos de ellos prefirieron administrarse una
descarga eléctrica de cierta intensidad antes que volver a repetirla.
Imagínese usted mismo sin móvil, ni televisor, ni
periódicos, ni agendas, ni ordenador, ni cadena musical, ni libros o revistas.
Se pasa verdaderamente mal cuando hoy en día, en nuestro sofisticado y enriquecido
mundo, te quedas completamente a solas con tus pensamientos.
Hay incluso quien
dice que una prueba de hambre de estímulos y adicción informativa es la
imperiosa necesidad de consultar el whatsapp o el correo electrónico que tienen
algunas personas cuando se levantan a media noche para ir al baño.
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