El ritmo de vida, los resultados al instante, la
competitividad, el estrés, el demostrar…, actitudes sociales que hacen que la persona
se acabe rompiendo y perdiendo todo control emocional sobre sí misma. El
malestar que siente es tan grande que busca acciones impulsivas, rápidas,
inminentes, que le proporcionen sensaciones placenteras o la
aleje de la fuente de dolor emocional, lo que llamamos la búsqueda de
satisfacciones inmediatas: abandonar a una pareja por temor a una ruptura,
compras impulsivas, atiborrarse a chocolate, relaciones sexuales constantes sin
implicación emocional, consumo de sustancias, etc. Es lógico pensar que esta
falta de autocontrol emocional no puede derivar en consecuencias muy
satisfactorias, ¿no?
Cuando tenemos dificultad para controlar nuestros impulsos,
nos vemos incapaces de dejar de hacer algo que deseamos hacer, aunque sepamos
que no debemos hacerlo o resulte peligroso para nosotros mismos o para los
demás. Simplemente no podemos postergar el placer que nos proporciona esa
acción. Pero, las conductas impulsivas muchas veces se transforman en conductas
de riesgo ya que, pese a que vienen seguidas de consecuencias placenteras
inmediatas, los efectos negativos de las mismas pueden presentarse a largo
plazo: baja tolerancia a la frustración, problemas de autoestima,
desorganización, atención, planificación del
tiempo, etc. ¿Por qué?
Porque al tratarse de impulsos, la mente no aprende de
la experiencia, no le estamos dando el suficiente tiempo para interiorizar lo
que sucede, y por tanto, no tomamos consciencia de hacia dónde nos puede llevar
esa falta de control. Es decir, son conductas motivadas por lo “emocional”,
donde lo “racional” ha quedado apartado.
Cuando realizamos una conducta que podemos considerar
adaptativa existe un equilibrio entre el “quiero, puedo y debo”, ¿qué pasa ante
una desadaptada cómo la impulsividad? Se rige simplemente por el “quiero
hacer”, perdiendo toda objetividad sobre el beneficio o perjuicio emocional en
el que pueda derivar.
Cuando tenemos dificultad para controlar nuestros impulsos,
nos vemos incapaces de dejar de hacer algo que deseamos hacer, aunque sepamos
que no debemos hacerlo o resulte peligroso para nosotros mismos o para los
demás.
No toda impulsividad es mala, la impulsividad o conducta
impulsiva es un mecanismo de defensa que evita el que la persona se pare a
reflexionar sobre los aspectos y motivaciones de su comportamiento y, por
tanto, frente a las emociones que estos le generan. Por lo que, en ocasiones,
ayuda a evitar un mal mayor cuando nos alertamos de un peligro real. Por
ejemplo, si voy conduciendo por la autopista y de repente tengo la sensación de
que el coche de al lado va a hacer una maniobra que me puede sacar de la carretera,
el hecho de adelantarme a dicha maniobra y frenar puede evitar que tenga un
accidente (no es un proceso racional, es un impulso, una sensación, una
intuición). Si finalmente el coche acaba haciendo esa maniobra, habré salvado
mi vida. Por tanto, en este caso la impulsividad ha sido positiva.
Otra de las características de la personalidad impulsiva y
de la falta de autocontrol emocional es la dificultad para aceptar los
límites y la poca tolerancia al estrés y la frustración. No es capaz de
escuchar los miedos que pueden aparecer tras sus deseos y se vuelve contra-fóbica.
¿Qué significa esto? Que en vez de huir de la conducta impulsiva la busca
constantemente, tratando de evitar así el dolor o miedo que le produce la
ansiedad y que le ha llevado a caer en este tipo de conductas desadaptadas. Es
decir, utiliza la impulsividad como vía para paliar la angustia buscando
salvarse de los sentimientos de vacío interior, cuando el mundo se torna
amenazador y decepcionante.
Para trabajar la impulsividad lo más efectivo es aprender a
gestionarnos emocionalmente: autocontrol emocional. ¿Cómo ejerceremos un
control sobre nuestras emociones? A través de varias estrategias o técnicas que
tienen que ver con la cognición y la conducta.
La clave la encontramos en la forma de interpretar
nuestras emociones ya que es lo que determina nuestra forma de actuar. La
forma en que reaccionamos frente a una emoción específica condicionará cómo
actuará dicha emoción sobre nosotros. Mientras que hay personas que pagarían lo
que fuese para montarse en una montaña rusa, otros no se montarían jamás. Ambas
sienten los mismos nervios,
pero los interpretan de manera diferente: diversión frente a miedo.
Por tanto, el
cuerpo nos proporciona la energía para hacer algo (emociones), pero cómo usar
esa energía es una decisión nuestra.
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