Los humanos estamos equipados con un sistema interno de
recompensa que nos premia cuando comprendemos algo. Es ese momento de placer
que sentimos al entender un chiste, al resolver un problema matemático, al
ensamblar un rompecabezas; es la razón de que nos apasionen las narraciones,
las historias con sorpresa, los cuentos de terror. A lo largo de nuestra
evolución se han reproducido más aquellos de nosotros que disfrutaban conectando
causas con consecuencias,
resolviendo problemas teóricos o prácticos o buscando
nuevos métodos para hacer las cosas; en nuestro cerebro la innovación es
recompensada con el mismo tipo de premio biológico con el que se recompensa
comer o practicar el sexo. Como demuestran nuestras galerías de juegos,
nuestras bibliotecas y nuestras colecciones cinematográficas somos sobre todo
monos curiosos, y lo somos porque estamos hechos así; porque descubrir nos
proporciona placer interior.
De esta realidad pueden sacarse dos conclusiones interesantes
y valiosas para comprendernos mejor a nosotros mismos y para juzgar de modo más
eficaz el papel de la ciencia en nuestra vida social. Por una parte la
curiosidad sistemática sobre el funcionamiento del cosmos que nos rodea es algo
profunda, quinta esencialmente humano; tanto que se podría considerar que menos
investigación y menos conocimiento son una afrenta básica a la esencia misma de
nuestra Humanidad.
Las sociedades que recortan en esto no sólo están
perjudicando sus propios intereses económicos y estratégicos a largo plazo,
sino que también están deteriorando el espíritu de sus ciudadanos. No es sólo
mal negocio: es mala gestión política y un deterioro del alma de la nación.
Quizá más interesante sea el papel del conocimiento en la
satisfacción interna de cada uno como justificación para dedicar el tiempo y el
esfuerzo necesarios. Es un tópico afirmar que cuando nuestra vida se acaba no
podemos llevarnos con nosotros el dinero, ni las fincas, ni los títulos, ni los
oropeles; que las riquezas materiales e incluso sociales jamás han conseguido
garantizar la permanencia de ningún ser humano. Reyes, faraones, Incas y
Emperadores murieron y desaparecieron por muchos monumentos, pirámides o
imperios que construyeran sin que sus esfuerzos les proporcionaran ni un sólo
día más de vida; a menudo lo contrario. El éxito económico y social no ser
puede acarrear al más allá; tan sólo disfrutar en el acá, y a menudo con
limitaciones y contraindicaciones.
El conocimiento tampoco se puede transportar allende la
muerte, pero en cambio produce un bienestar real y patente gracias a los
vericuetos de nuestra evolución; algo palpable y real. Saber más no sólo es
vivir mejor en el sentido material, sino en el espiritual, dado que nuestra
estructura básica interna nos recompensa por conocer. Dedicarse a aumentar el
saber humano puede ofrecer el mismo tipo de recompensas sociales que otras
actividades, pero además incluye de fábrica un sentimiento de satisfacción
interior que estamos biológicamente determinados a sentir.
También, es
necesario decirlo, una cierta y exquisita forma de frustración que proviene de
la ausencia de explicaciones cuando algo no se comprende, cuando la conexión
entre efectos y causas no es clara, cuando el experimento o el instrumental
fallan o se revelan insuficientes. La contraparte del placer de conocer es la
frustración de fracasar en el conocimiento, y cualquier científico en activo
debe familiarizarse en profundidad con esa sensación porque la sentirá a menudo
a lo largo de su carrera.
Pero si tiene suerte también sentirá el inenarrable placer
del descubrimiento, aunque sea menor; el súbito destello de comprensión, la
repentina confirmación de teorías y años de trabajo, ese momento glorioso en el
que se convierte en la primera persona de la historia en entender un poco más,
en empujar un poco más allá el límite del conocimiento humano.
Puede que esto
venga acompañado de honores, premios y proyectos, o puede que sea arrinconado,
olvidado, considerado secundario; tal vez incluso falseado. Aunque una cosa es
real: la verdadera razón por la que se practica ciencia es la caza de esa
elusiva sensación. Porque los premios, los proyectos y los honores no pueden
competir con esa satisfacción interior: la verdadera razón del querer saber.
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