Lo vemos a menudo a nuestro
alrededor y, a veces, hasta lo padecemos nosotros mismos. Personajes que a toda
costa, por encima de lo que sea y de quien sea, quieren sobresalir. De ellos ya
hablaba Voltaire: «El furor de dominar es la más terrible entre todas las
enfermedades del espíritu humano».
La ambición es, en nuestras latitudes, el equivalente a la
esclavitud. El ambicioso es un esclavo. «El ambicioso es un esclavo de todo el
mundo: -decía fray Benito Feijoo- del príncipe porque conceda empleo, del
valido para que interceda, de los demás para que no estorben».
Una
esclavitud que hace que el ambicioso prescinda de todo, sea lo que sea, que
pase por encima de todo, sea lo que sea, con tal de conseguir asomar, siquiera
la cabeza, por encima de los demás. En su obra «Máximas y pensamientos», el
francés Chamfort escribió: «Existen individuos que sienten la necesidad de
sobresalir y elevarse por encima de los demás a costa de lo que sea. Todo les
es indiferente con tal de manifestarse ante sus semejantes: en el tablado del
charlatán, en un teatro, en un trono o en un patíbulo, en cualquier parte se
darán por satisfechos con tal de atraer las miradas».
Son el
vivo retrato de aquella dama que cantaba la malograda cantante Cecilia. Y, en
definitiva, nada. Satíricamente lo reflejaba así el escritor italiano Giusti en
sus «Cartas»: “¡Cuántos por llegar a mandar han doblado el espinazo! No es
ninguna maravilla que acaben corcovados y que el hábito de doblarse les haga
inhábiles para realizar cosa derecha”.
Hay entre nosotros muchos ambiciosos. Y
en todos nosotros puede nacer la ambición. Importante será que sepamos
limitarnos para llegar a ser alguien.
Porque,
por el contrario, quien todo lo desea no quiere nada, en realidad, y nada
consigue. Bien cierto es que nada podrá alcanzar quien no alargue el brazo,
pero el que lo alarga demasiado se lo disloca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario