Decía Tales de Mileto que la
felicidad del cuerpo se funda en la salud y la del entendimiento en el saber y,
quizá por eso, los grandes países son los que dedican más recursos a la
educación, investigación y al gasto social.
La ciencia moderna es una actividad transitiva y trascendente, que no pertenece
al científico aislado de los demás, sino a la sociedad en general, y que pierde
todo sentido cuando se encierra en sus límites más reducidos. Se investiga por
y para la ciudadanía, para generar conocimiento, que suele acabar
transformándose en progreso y en bienestar de todos. Así ha sido a lo largo de
toda la edad moderna y la edad contemporánea, en las que muchos de los
adelantos más revolucionarios estuvieron precedidos por avances científicos.
Como observaba Gregorio Marañón, "la verdadera grandeza de la ciencia,
además del conocimiento, acaba valorándose por su utilidad".
Es bien conocido, en efecto, que
la revolución científica del siglo XVII allanó el camino para el pensamiento
ilustrado del siglo XVIII y para la revolución industrial del siglo XIX. No es
casualidad que el Reino Unido, el país donde surgió esa revolución industrial,
sea uno de los países con más premios Nobel, porque conocimiento, ciencia y
progreso social suelen ir unidos de la mano. Al seguir Louis Pasteur su máxima
de "si no conozco una cosa, la investigaré", estaba dando respuesta a
las necesidades de los ciudadanos y comprometiéndose socialmente. De esta
forma, con sus descubrimientos, provocó avances gigantescos en un buen número
de procesos industriales, médicos y farmacológicos. Logró que mejorase desde la
fabricación de la cerveza, o la obtención de la seda, hasta la detección de
enfermedades contagiosas y el desarrollo de vacunas.
En Europa, nos
sentimos justamente orgullosos de nuestra rica tradición artística, de nuestros
paisajes y de nuestra arquitectura, pero en Europa, además y sobre todo, se
desarrollaron los conocimientos fundamentales de la revolución científica que
subyacen al mundo actual: Copérnico, Galileo, Newton, Darwin, Einstein, Watson,
Crick... son buenos ejemplos de ese pasado. Estos científicos contribuyeron al
desarrollo de nuevas disciplinas como la astronomía, la biología, la física, la
biología molecular y el desarrollo tecnológico, promoviendo un nuevo marco de
conocimiento que permitió un extraordinario avance en la agricultura, la
industria y el comercio, y que dio lugar a una prosperidad que, a su vez,
permitió un mayor desarrollo de las artes.
Hoy, la creciente
dependencia del desarrollo tecnológico, el efecto de la globalización y la
escasez de los recursos, requiere de cambios económicos, políticos y sociales
profundos, cambios seguramente tan radicales como los que supusieron la
transición de las sociedades agrarias a las industriales hace 500 años, y que,
con toda seguridad, también van a requerir del avance del conocimiento. La
lucha contra el cambio climático, la crisis energética, el envejecimiento de
las sociedades occidentales y los flujos migratorios representan, sin duda,
situaciones que requieren nuevas formas de pensar, de vivir, de actuar y cuyas
soluciones quizás serán tan relevantes hoy como la revolución industrial lo fue
para la superación del Antiguo Régimen.
En contra de lo que
postulan algunos profetas apresurados, no hemos llegado todavía al final de la
historia; al menos no en ciencia, en donde apenas hemos empezado a levantar el
velo de la ignorancia. Seguiremos necesitando, pues, la curiosidad, la
creatividad, la inteligencia, el rigor, la constancia y la inagotable sed de
conocimiento de los científicos, para seguir haciendo de este planeta un
hábitat más amigable para sus miles de millones de habitantes.
En la actualidad,
Europa produce el 33% de las publicaciones científicas y el 34% de las más
citadas en la literatura, mientras Estados Unidos, con una producción del 24%,
contribuye al 43% de las publicaciones más citadas. Solamente dos universidades
europeas se encuentran en el ranking de las
20 universidades más prestigiosas.
Con una contribución
cada vez mayor de China e India a la generación de conocimiento y con un
decreciente número de premios Nobel europeos, es ciertamente preocupante
observar que en la actualidad el 80% de los investigadores, el 75% de la
investigación y el 70% de las patentes se originan fuera de Europa.
En este contexto, la
ciencia española, que ha experimentado un crecimiento extraordinario en los 25
años de democracia y ocupa la novena posición en producción científica mundial
(el 3,34%), dista mucho de alcanzar esos niveles en las publicaciones de alto
impacto o en las publicaciones de mayor citación, en el ranking de
instituciones de excelencia, o en la generación de patentes (el 0,8%).
Es, por tanto,
necesaria una actuación de emergencia donde el objetivo, ante este necesario
cambio, es que nos veamos a nosotros mismos como lo que somos, un país de
talento cultural pero también científico que necesariamente ha de incorporarse
a la investigación de excelencia. Caminamos hacia la Gran Ciencia, caracterizada
por proyectos con elevado presupuesto, por la interdisciplinariedad y
dependientes de la colaboración internacional dentro del marco de la cada vez
más creciente globalización. Si se quiere estar en ella, y se debe estar, hay
que estimular la ciencia y la tecnología con el calor de todos. Es necesario el
apoyo de los Gobiernos, las instituciones, la implicación del sector
productivo, de toda la sociedad, especialmente de esa juventud entre la que se
encuentran o deberían encontrarse los miembros de la comunidad científica del
mañana.
Ante esta nueva
situación, donde Europa ha perdido el liderazgo del pasado, una apuesta por la
excelencia y la ciencia de frontera parece más necesaria que nunca. Esa ciencia
asociada a la protección de los datos y vinculada a la colaboración con la
iniciativa privada, que es la directamente responsable de la generación de
riqueza (en Europa ésta invierte en I+D+i solamente el 1%, comparado con el
1,69% en Estados Unidos o el 0,47% en España), ha de aportar las bases para dar
respuesta a la nueva situación mundial.
Decía Goethe que
"el espíritu humano avanza de continuo, pero siempre en espiral". En
este siglo XXI, la espiral virtuosa de crecimiento se seguirá generando a
partir del saber. Asistiremos a la revolución del conocimiento. Se lograrán
nuevos hallazgos y se avanzará socialmente; entonces, la nueva situación
permitirá avanzar aún más y crear más riqueza, una actividad fundamentalmente
desarrollada por el sector productivo. Éste, sin embargo, tiene clara la
necesidad de apostar por la generación de conocimientos con fondos públicos,
como expresaban los presidentes de las 25 mayores empresas de EE UU en una
carta abierta al Congreso que, entre otras cosas, decía: "Nuestro mensaje
es simple. Nuestro sistema educativo y sus programas de investigación juegan un
papel crítico y central en el avance de nuestro conocimiento... Sin el apoyo
federal la industria americana dejará de tener acceso a tecnologías básicas...
Por lo tanto, respetuosamente solicitamos que se mantenga el apoyo a un
vibrante programa de investigación...".
Stephan Zweig
explicó con enorme sencillez la relevancia de los empresarios en el progreso
del mundo. Dijo una vez: "Las invenciones y descubrimientos decisivos se
inician siempre con un estímulo intelectual o moral como fuerza motivadora,
pero, normalmente, el ímpetu final a la acción humana lo ponen los impulsos
materiales... Los mercaderes fueron la fuerza motriz tras los héroes de la edad
de los descubrimientos; el primer impulso heroico de conquistar el mundo emanó
de fuerzas muy mortales: en el principio, fueron las especias". Quizás,
las especias hoy capaces de cambiar el mundo están representadas por el
conocimiento.
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