El loco eremita empachado de sabiduría -como la abeja que
había reunido demasiada miel- sentía que estaba a punto de llegar al lugar en
el que las emociones humanas resultaban insignificantes.
Hablaba todos los idiomas, conocía todos los protocolos,
dominaba todos los códigos, aniquilaba todas las criptografías, inventaba
lenguas de signos con cada gesto, soñaba señales de humo transparente que
describían todas las epopeyas humanas y escribía poesías científicas con
soplidos en el dorso de las ballenas azules que nadaban en las peceras de su
conocimiento.
Estaba obsesionado con descifrar el mensaje definitivo,
aquel que no necesitaría de otro para ser explicado. Esperaba la última
sinapsis de la última idea de la última letra del dictado de la naturaleza,
la manus suprema de la inteligibilidad, el puente al más allá, el
eslabón perdido del entendimiento, el no ser que hacía que todo fuera.
Quería romperse contra el acantilado en el que la materia
salta a la espiritualidad, pedirle el carné de transformación a la fuerza,
hurgar en el ropero en el que deja su masa el electrón cuando se traviste de
fotón, dar el golpe de gracia a su nanoignorancia.
No era posible tanto saber ni cabía tanto deseo en su
humana condición, así que un día su mente colapsó y de instante en el universo
a eterna nada pasó.
Ahora -feliz de no ser- charla de cosas sencillas con los
corpúsculos de luz, se sienta al borde del cosmos para ver los atardeceres del
espacio-tiempo, dibuja auroras boreales con los deseos humanos y apaga su
atemporal melancolía de estar vivo jugando a cristalizarse en célula de retina
para recrearse con las maravillas del mundo sensible que por su finitud otrora
tanto le atormentó.
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