Más allá de los efectos electorales, la independencia de
Cataluña podría propiciar también el desarrollo de procesos independentistas de
diversa índole en otros territorios, que quizás pudieran llevar a una reforma
constitucional que pudiera acomodarlos adecuadamente en la estructura del
Estado. Pero, precisamente por ello, no cabría descartar que surgiera una
pulsión centralista (o más centralista que la actual) para conjurar ese
peligro, según el análisis, muy habitual, de que el independentismo catalán
deriva de la excesiva “generosidad” y afán descentralizador de la Constitución
de 1978. Un afán recentralizador que tomase el testigo de los anteriores
intentos, a lo largo del siglo XIX y XX, para homogeneizar las instituciones y
la sociedad española en torno a un proyecto de planta fundamentalmente castellana
(sobre este tema es muy recomendable el libro Mater dolorosa, de José Álvarez Junco).
Este es un proyecto que se comenzó a desarrollar tras la
Guerra de la Independencia de 1808-1814, a imagen y semejanza del modelo
francés, y que si fracasó se debió, fundamentalmente, a dos factores: a la
debilidad y/o falta de legitimidad del Estado para implantar totalmente este
proyecto, por una parte; y, por otra, a la coexistencia de proyectos
alternativos, liderados generalmente desde la periferia, que a menudo acababan
colisionando con el centralismo de “Madrid” (como está sucediendo ahora).
Nunca ha sido fácil combinar estas pulsiones identitarias y
estructurales tan divergentes, porque el peso del Estado nunca ha sido
suficiente para imponer del todo su modelo, ni el de los movimientos
nacionalistas para forzar la ruptura.
Como mucho, los nacionalismos periféricos
aspiraban a obtener un modelo que coyunturalmente pudiera satisfacerles, como
el autonómico, pero que genera disfunciones de otro tipo (la principal, que
convivan dos regímenes en uno: el común y el foral).
En resumen: lo único que es seguro es que nada lo es, salvo
que, se independice finalmente Cataluña o permanezca en España, es poco
previsible que el marco de convivencia establecido en la Constitución de 1978
se mantenga. O bien porque haya que acometer una reforma constitucional para
tratar de minimizar la insatisfacción de muchos catalanes (una cuestión ante la
que ni siquiera el PP se cierra en banda), o bien porque la reforma se haga
inevitable tras la eventual secesión catalana. En un sentido u otro:
recentralizador o federalista.
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