Si queremos un
mundo mejor, también hemos de reivindicar el papel protagonista y el cambio en
la manera habitual en que nos enfrentamos a los conflictos que suceden en
nuestro entorno. No podemos permanecer impávidos porque nosotros tenemos mucho
que decir sobre si las diferencias y la diversidad se tienen que gestionar con
la pelea, la violencia y la guerra, o bien se tiene que reemplazar por procesos
más constructivos, como la negociación cooperativa, la mediación, la democracia
participativa y la acción no violenta.
Si queremos un
mundo mejor, hemos de apostar decididamente por promocionar la convivencia
humana, por recuperar el reconocimiento del otro como legítimo otro. En las
actuales coordenadas de nuestro cosmos civilizado, no hay garantías suficientes
para construir un lugar donde las personas puedan convivir con dignidad,
respeto y legitimidad. Nos hallamos vagando en un mundo que no hemos sabido
convertir en nuestro hogar, donde la tendencia deshumanizadora de la
mundialización avanza hacia el debilitamiento de los vínculos sociales, hacia la
degradación de la calidad de vida de los seres humanos. Apostar por la
convivencia supone apostar por maneras pacíficas de abordar nuestros
conflictos, pues estos procesos contribuyen a crear y restituir los vínculos
sociales, a la recuperación del sentido de comunidad, de relaciones humanas más
auténticas y plenas.
Si queremos un
mundo mejor, hemos de abandonar nuestra visión dualista del mundo. A menudo los
seres humanos tendemos a explicar cualquier fenómeno como si sólo existieran
dos extremos, bueno-malo, verdadero-falso, blanco-negro..., sin admitir la
posibilidad de grados ni términos medios. Adoptar el dualismo supone favorecer
la adopción de juicios simples y superficiales.
Uno de los binomios
superficiales más corrosivos por los cuales nos regimos los seres humanos es
aquel que establece yo tengo razón, tú estás
equivocado. No hay posibilidad de matiz. La convicción de tener
razón absoluta es el fuelle ideal para avivar el fuego de salidas destructivas
en cualquier proceso conflictivo. Si yo tengo la razón, cualquier decisión será
legítima, incluso el uso de la violencia y la coacción. Del mismo modo, nuestra
concepción del conflicto también es dualista. Partimos casi siempre del
supuesto de que toda situación conflictiva presenta únicamente dos lados
enfrentados. Casi siempre se piensa que ante un conflicto únicamente hay dos
posiciones posibles: a favor o en contra.
Para contrarrestar
el maniqueísmo, para erradicar los esquemas dualistas, es esencial concebir que
todo puede ser de otra manera. Es un ejercicio de mala fe defender que en los
asuntos humanos no hay más que una alternativa o una única solución. Hemos de
poner en cuestión que sólo haya una lógica posible de hacer las cosas. Tener
voluntad de ser protagonista en nuestro siglo supone tener la voluntad de
trascender el dualismo, de trascender los binomios y navegar con comodidad por
el posibilismo de las alternativas. Trascender este dualismo en el ámbito de
los conflictos significa no olvidar que cualquier razón es una verdad parcial,
ambigua, tentativa y mezclada de vivir la realidad. También supone considerar
que en todo proceso conflictivo hay presentes más de dos lados: ninguna disputa
acontece en el vacío, siempre hay una comunidad -la familia, la organización,
las amistades, las personas mediadoras, la sociedad en general...- que no se
inclina por ninguno de los antagonistas e insta a las partes a apostar por las
vías del diálogo y de la paz para superar sus conflictos cotidianos.
Si
queremos un mundo mejor, hemos de recuperar el arte perdido de conversar, de
dialogar, de escuchar; hemos de restaurar nuevas ágoras donde la palabra sea
posible como herramienta pacífica de afrontar los conflictos.
Las personas
verdaderamente revolucionarias del nuevo siglo que despunta serán las hacedoras
de paz, aquellas personas que apuestan decididamente por erradicar la violencia,
aquellas personas que están dispuestas a cambiar pacíficamente las estructuras
injustas del mundo. Hemos de abandonar el sueño prometeico de la dominación del
universo porque la aspiración a convivir pacíficamente en nuestro planeta es
esencial y urgente para la supervivencia de la humanidad.
Si queremos
profundizar en la empresa ética de mejorar la condición humana, hemos de
cultivar una cultura en la cual las disputas más graves se gestionen no con la
fuerza y la coacción, sino con el empeño armónico de toda la humanidad.
No estoy hablando
de esfuerzos vanos, quiméricos o utópicos en pos de un mundo mejor.
Los
hacedores de paz saben que en sus manos no están las soluciones a todos los
problemas del mundo, pero también ellos saben que ante los problemas del mundo
ellos aportan sus manos.
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