Harold Bloom tituló uno de sus últimos libros Shakespeare o la
invención de lo humano. En opinión de Bloom, Shakespeare no sólo
fue un gran dramaturgo, sino también el creador del alma moderna. El ser humano
contemporáneo es una criatura shakesperiana.
La idea fue ya adelantada, y Bloom así lo reconoce, por Oscar
Wilde, ese frívolo diletante y paradójico que, como dice Borges, casi siempre
tenía razón. Wilde decía que toda la época romántica se podía explicar cómo una
imitación de Hamlet:
El
mundo se ha vuelto melancólico por culpa de una marioneta que se agita en el
escenario.
Y añadió:
No
es el arte el que imita a la vida, sino la vida la que imita al arte, y
en concreto al arte de William Shakespeare.
Tal vez tienen razón Bloom y Wilde, aunque olvidan que la
vida de Shakespeare coincidió casi de manera exacta con los años en los que el
carácter moderno se estaba desarrollando. Junto a Shakespeare, o incluso antes,
vivieron y escribieron Montaigne y Maquiavelo, Selden y Cervantes, Rober
Burton, Erasmo y tantos otros.
Lo que me interesa aquí, sin embargo, no es esa discusión,
sino el deseo de llevar la tesis de Bloom y Wilde todavía más lejos: la
creación de lo humano se debe a la ficción. A la capacidad inventiva o, si se
prefiere, a la imaginación. Al hecho de que un mono antropoide fuera capaz de
ver no sólo lo que tenía delante, no sólo lo que está aquí, sino también lo que
podría tener delante mañana, e incluso lo que nunca había visto ni vería.
Es mediante esa percepción de lo ausente como se da el primer
paso para que una cosa llegue alguna vez a existir.
No sólo cuando alguien ve una rueda inexistente que luego
construirá con esas maderas dispersas que tiene delante, sino cuando imagina
que podría crearse un sistema político en el que los tiranos o el uso de la
fuerza bruta no sean determinantes. La capacidad de ver lo que no se ve, de
escuchar lo que no se oye, de paladear una mezcla de sabores que nunca se ha
experimentado.
Lo humano se produce precisamente cuando imitamos la ficción,
lo que no existe, y la traemos al mundo real. Cuando filosofamos, teorizamos,
legislamos, diseñamos edificios, imaginamos sociedades mejores o simplemente
ensayamos una situación futura en nuestra mente.
El gran inventor Nikola Tesla
llevaba tan lejos la capacidad imaginativa que prefería no hacer bocetos de sus
inventos y ‘probarlos’ dentro de su cabeza:
No
me obceco en lo que me traigo entre manos. Cuando se me ocurre algo, comienzo
por recrearlo en mi mente. Introduzco los cambios y mejoras precisos, y me
imagino cómo funcionaría el aparato en cuestión. Me da absolutamente igual que
la turbina funcione en mi cabeza o que esté probándola en el laboratorio. En
ambos casos, soy capaz de percibir si no está bien calibrada.
El poder de la facultad
imaginativa, que al parecer es sólo rudimentaria en otros animales (por ejemplo
cuando presienten el peligro) ha sido importantísimo en la evolución social (y
tal vez biológica) de los seres humanos.
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